miércoles, 2 de octubre de 2013

La cicatriz

Prometeo, José lo Spagnoleto de Ribera, circa 1630
El pájaro acaba de dar el picotazo. Lacerante, rojo, negro de águila negra. 
El cuerpo grita. Los músculos se contraen como garrotes secos. El dolor sale a los gritos de la boca abierta porque el cuerpo no puede contenerlo. Se va, sube al cielo oscuro del Cáucaso, que tampoco puede. 
El dolor no es lo peor. Lo peor es la herida ininterrumpida.
Ahora es de mañana. Lo sabemos por el águila que viene por el hígado. A la noche la víscera volverá a crecer. Ocurrirá la arquitectura de la piel, que acude con sus sueros y sus tejidos a reparar la invasión del mundo. Porque eso es, al fin y al cabo, una herida; la irrupción del mundo en el cuerpo. El pico córneo del águila. 
Zeus es cruel, como todos los dioses. Prometeo nos trajo la semilla del fuego en el hueco de una caña. Y el fuego se hizo.  
No hay pecado más grande. Por eso el titán yace encadenado en Escitia. Por eso el águila que picotea la carne viva, no la carne corrompida pero amable de la muerte. ¿Es esto lo más doloroso? No, no lo es. 
La tragedia de Prometeo es que la herida no cicatriza. La cicatriz es memoria. Si no hay cicatriz, el presente está siempre presente; no hay pasado que quede piadosamente atrás.