Hay algo de metafísico en esos
edificios afiladamente rectos. En las ventanas también rectas no hay nadie.
Sólo el bulevar empedrado que dobla, suavemente.
No hay nadie, salvo los árboles y
las farolas de gas que están allí sólo para señalar cómo la imagen huye, huye
hacia el fondo buscando un horizonte que no encontrará porque en las ciudades
no hay horizontes.
Ahora, entrecerrando los ojos… Sí,
allí hay alguien, en la esquina, cerca del cordón. Un hombre con la pierna
flexionada y tal vez… Sí, definitivamente. Es un burgués que se hace lustrar las
botas.
Esta París desierta no es la que ve
Louis Daguerre (1787/1851). En esa mañana iluminada el bulevar del Templo,
cerca de la plaza de la República, hormiguea de parisinos. Costureritas, panaderos
de baguettes, obreros de gorra y blusa, los mismos que harán la gloriosa Comuna
de 1848 dentro de diez años.
Los carruajes también vienen y van
con su bochinche de adoquines.
Precisamente porque se mueven es
que no aparecen en el daguerrotipo. El tiempo de exposición, aun a todo sol, es
de, por lo menos, diez minutos. En menos de ese tiempo, son imperceptibles para
la cámara oscura.
Lo único que la máquina registra
es ese caballero y su lustrabotas. Dicen quienes lo quieren mal que Daguerre
dispuso que se quedaran quietos el tiempo necesario para que la emulsión de
plata los viera.
Los únicos cuerpos que se ven son
los que están quietos, como muertos. Los cuerpos que están vivos no se ven, el
movimiento los ha borrado. Toda una paradoja para la fotografía, que debiera
ser la memoria fidedigna de los cuerpos.
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