miércoles, 25 de enero de 2017

La maga



Lamia, George Frampton, 1899/1900. 
Royal Academy of Arts, Londres
Es hermosa como el ojo del tigre sobre la presa. La piel es de marfil imperturbable. La ropa cae en pliegues, pero no hay que engañarse: es de bronce. Y se ajusta al cuello, a los hombros, a las clavículas como una coraza. Esta escultura de George Frampton (1860/1928) representa a Lamia, la maga serpiente y mujer. La serpiente que fue una mujer de gracia lunar y que toma recurrentemente la forma de una mujer para beber la sangre de los varones.
Lamia es de la raza de Salomé, de Circe y, sobre todo, de Lilith, la primera mujer de Adán según la tradición hebraica. La diabla que no reproduce el orden del cuerpo adánico porque no fue creada a partir de la costilla del hombre. La que, entonces, es capaz de subvertir el orden de los sexos.
Lamia es un monstruo. Monstruo en el sentido de Foucault: excede el orden natural, como Lilith.
Las femmes fatales, como ellas, tienen una sexualidad fálica que promete un desborde (un des-orden) en el que la subjetividad se desvanece, aunque sea por un instante. Una promesa fascinante. Y aterradora.
Pero Lamia, Salomé, Lilith no son más que la mirada del Otro. Sin esa mirada, son ellas las que se desvanecen.