“La peculiar anatomía de las hembras, suponían en el Buenos Aires colonial, les daba la capacidad de gestar y dar a luz. El macho -que tiene orgánicamente lo que tiene, pero no esa facultad única- obraba lo fundamental: fecundar. Por algo había diferencias anatómicas.
Sobre esas diferencias se alegó una división sexual del trabajo de la reproducción. En el imaginario social de la época, él, y únicamente él, era el genitor; la mujer era apenas la amable nodriza de su semilla. De ahí a la falocracia, había un paso.
Como por arte de magia, el macho ocultaba su incapacidad biológica y la compensaba apropiándose de la mujer como mero aparato reproductor. La maternidad había quedado confinada a lo puramente biológico.
Ahora bien, esta falocracia era una condición necesaria para el ordenamiento social. Porque el hombre también se apropiaba de los hijos. Les daba un nombre, les daba su ley. Con ello aseguraba su continuidad. La sucesión era su manera de eludir la muerte. Los dioses no necesitan descendientes, son inmortales.
Lo cierto es que la apropiación de los cuerpos de la hembra y de sus crías le permitía al varón dominar el orden productivo y reproductivo. Ni siquiera necesitaba utilizar la fuerza. Bastaba con la violencia simbólica, que flotaba como un mudo pajarraco siniestro sobre la sociedad. Ese esperpento se llama patriarcado”.