miércoles, 25 de enero de 2012

El lado oscuro de la geometría

Los embajadores, Hans Holbein el Joven, 1533, 
National Gallery, Londres

Casi no hay cuerpos. Hay, sobre todo, signos. La daga aúrea, el armiño suntuoso, la sotana de brocado. Y otros signos. La esfera celeste de la astronomía, las brújulas que buscan compulsivamente el norte, los relojes que creen medir el tiempo.
Los embajadores es una máquina de apariencias que, como negras capas imperceptibles, embozan los cuerpos. A primera vista, no hay más que cuerpos arropados.
Las claves simbólicas del cuadro de Holbein el Joven están en cualquier enciclopedia a mano; no es lo que nos importa. Lo que nos interesa es que no hay un solo punto de los cuerpos representados (a una imponente escala 1:1) que no coincida exactamente con los cuerpos reales.
La visión geometral es impecable, pero. Pero allí, en el suelo, en ese piso que replica puntualmente los mosaicos de la abadía de Westminster con una perspectiva perfecta. Allí ese como caracol marino desconchado que interrumpe la mirada, que la molesta. Flota, se inclina.
Nos acercamos. Miramos de nuevo, miramos con la mirada que hemos aprendido como un automatismo ciego. Las imágenes son más precisas, pero eso es cada vez más enigmático.
A menos que miremos desde un cierto ángulo, sesgadamente. Entonces veremos. Eso es una calavera. El único signo del cuerpo, el signo de la muerte que advierte que todo otro signo es puro relumbrón.
Esa calavera deforme y confusa es una anamorfosis, una mancha sin sentido que sólo se hace inteligible cuando miramos al sesgo.
La perspectiva es una ilusión, una técnica para llevar a un plano lo que es tridimensional. La puso en palabras un matemático, Alberti, allá por el siglo XV. Entonces pensamos que podíamos representar lo que se nos viniera en gana si nos ateníamos a la geometría, a la razón. Pero vino la anamorfosis a estropearlo todo, a decirnos que la verdad se entrega sólo a quien mira oblicuamente.
La anamorfosis es una perversión de la perspectiva. Un truco, diría Severo Sarduy, que devela la falacia de la imagen. Y la futilidad de las embajadas.