Susana y el viejo, Antonio Berni, 1931, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires |
No es hermosa en extremo ni temerosa de Dios, como la de la Biblia. No se mira abstraídamente en el espejo, como la que pinta Tintoretto. El viejo que espía no exige silencio a la hembra llevándose el índice a los labios como el que representa Gentileschi. No es tampoco la Greta Garbo lejana y mítica. Es, más bien, la Susana; la Susana un poquito prostituta, los pezones henchidos, el pubis sin vergüenzas. ¿Una prefiguración de Ramona? Quizá.
La Susana bíblica es la hija de Helcías y esposa de Joaquín, codiciada por dos viejos jueces de Babilonia (Daniel, 13). Como no les concede sus favores, la acusan falsamente de yacer con un joven en el jardín. La condenan a muerte (¿qué otra cosa por semejante falta?) pero la salva Daniel, que sabiamente los hace contradecirse indagándolos por separado.
La historia de la casta Susana fue pintada hasta el cansancio durante el Renacimiento. Era el modo en que los artistas podían mostrar un desnudo mujeril sin inquisiciones eclesiásticas. Aquí la hizo bellamente Guttero con un toque impresionista. La de él se llama Susana y los viejos, como tantos otros lienzos renacentistas.
La de Antonio Berni, no: Susana y el viejo, acaso porque hay un solo espión. Como fuere, es un cuadro de la perversión. Lo perverso es la mirada detrás de la puerta. Hay quien dice que el viejo inflamado de deseo es el general José F. Uriburu, que por entonces mandoneaba la Argentina. ¿La Susana es entonces la Argentina espiada por poderosos?