La parábola de los ciegos, Pieter Brueghel el Viejo, 1568, Pinacoteca de Capodimonte |
Esta vez no son los cuerpos, sino los ojos. Los ojos vacíos de los ciegos. No ven. No hay más certidumbre que esos bastones que mienten un camino cierto. El último de la fila no sabe que la línea recta se está deshaciendo. Ignora lo que pasará y allí va, con su apacible mirada ciega. El siguiente intuye, pero todavía confía en el que le precede. El tercero siente que el hombro del compañero se le va de la mano y levanta la cabeza como queriendo mirar lo que no puede ver. El cuarto manotea el bastón alarmado, ahora todo es incierto como un abismo que no se ve pero está. El quinto está cayendo, es el único que nos mira con las cuencas azoradas. El último ha caído ya en la muerte del río.
Es la parábola de los ciegos: “Son ciegos que guían a ciegos. Y, si un ciego guía a otro ciego, caerán en el hoyo” (Mateo, 15:14). Brueghel el Viejo (1525-1569), que morirá poco después de esta obra, parece creer que no hay nada que esperar de los demás, que somos ciegos de ciegos.
Cuatrocientos años más tarde (390 para ser más precisos), Lacan ofrece su propia parábola. Dice que la estructura del deseo es el deseo del Otro. No deseamos al Otro como objeto, deseamos que nos desee. Lo malo es que el Otro es opaco, nunca sabremos del todo si nos desea; cómo, cuánto, hasta cuándo. Ante esa opacidad estamos indefensos.
Desde luego, es posible que haya un acuerdo de los deseos. “Pero no sin peligro -dice Lacan. Por la razón de que, ordenándose en una cadena que se parece a la procesión de los ciegos de Brueghel, cada uno sin duda tiene la mano en la mano del que le precede, pero ninguno sabe adónde van todos juntos”. ¿A la catástrofe de la privación de deseo?
¿Y si miramos a los seis ciegos de Brueghel como seis momentos del deseo? El deseo que se lanza ciegamente hacia adelante sin presentir la catástrofe. El deseo del que vacila porque el bastón ya no es la línea recta que fue. El deseo que cae en el río siniestro del no deseo. Esto es, la muerte. Porque, después de todo, ¿qué es la vida sino el bello deseo atolondrado? ¿Y qué es la muerte sino la falta de deseo?
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