Madeleine das le désert, Eugéne Delacroix, 1845, Musée National Eugéne Delacroix, Paris |
“He aquí la cabeza de Magdalena echada hacia atrás, la de la sonrisa bizarra y misteriosa, y tan sobrenaturalmente bella que no se sabe si está aureolada por la muerte o embellecida por los espasmos del amor divino”, dijo Baudelaire de esta imagen extraña.
Está bien, pero ¿qué es ese fondo sombrío? El desierto, nos dice Declacroix, un desierto que no tiene el color claro del vacío sino el color de las sombras.
De modo que Magdalena en el desierto. La Magdalena pecadora de la compunción, entonces. ¿Pero es ésta una mujer compungida? ¿Es contrición esa boca blandamente misteriosa, con un no sé qué de la Gioconda? ¿Es arrepentimiento esa carne como tumefacta y a la vez luminosa?
Los monjes del siglo VIII creían que, después de la Ascensión, María de Magdala “no quiso volver a un hombre con sus ojos nunca más” y que se retiró durante treinta años al desierto. Lloraba, pero no lloraba como una penitente que expía sus pecados, que ya le habían sido perdonados. Lloraba de deseo insatisfecho.
La clave de Magdalena no son los siete demonios que salieron de ella. La clave está cifrada en tres palabras: “Jesús la miró” (Lucas, 7:48). La mirada de quien amaba. La mujer no es, diría Lacan, sino cuando es mirada por el Otro, cuando se cumple su deseo del Otro. Desde esa mirada, Magdalena es Uno con Cristo. Es el éxtasis.
Ésta es la Magdalena de Delacroix. La de los espasmos, metonimia del exceso. La del pelo desmelenado, la de la carne presentida, la del deseo vacante.
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