Blood root, Robert y Shana ParkeHarrison |
Es el mismo. El que está bajo tierra tiene los ojos abiertos a la nada. La barba, crecida de la posmuerte. La raíz de sangre empezó a comerle la cara. El otro mira como si pudiera mirar la muerte de soslayo. Y, acaso porque no puede verla, escucha el ruido de la tierra.
Parece una vanitas, aquellas pinturas barrocas que advertían sobre la futilidad de la vida evocando la parca. Pero tal vez no lo sea. En esta fotografía no hay calaveras, ni frutas marchitas, ni franciscos con las manos llagadas. No hay viejas espantosas que hilen el hilo de la vida, lo devanen, lo corten finalmente.
Hay, por el contrario, un hombre que mira y que escucha la tierra. Está atento al misterio de la muerte. Con atención, no con miedo.
El hombre se desdobla en el que está arriba y debajo de la tierra, en el suelo, en el límite de la tierra consigo misma. Pero ese confín es falso. No hay tanta diferencia entre arriba y abajo, todo termina siendo tierra.
Robert ParkeHarrison y su mujer, Shana, lo saben. Casi toda su fotografía surrealista muestra el denodado intento de reconciliarse con la naturaleza en un mundo en que la cultura la ha devastado. En uno de sus álbumes, El hombre árbol, un everyman de traje negro y camisa pulcra (el propio Robert) se relaciona con los troncos, las hojas, las raíces.
No, no es una vanitas. El protagonista de esta foto no teme lo desconocido. Acaso porque lo desconocido no es más que aquello a lo que se vuelve.