El baño, Prilidiano Pueyrredón, 1865, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires |
No hay nada en esta imagen que no sea redondo. Los pechos plenos, los pezones excitados. Hasta la tina de metal es curvilínea. Y el agua, el agua evidentemente tibia, es un velo que desvela.
Sabemos, porque nos lo han dicho, que es La Mulata, aunque la blancura de la piel desmienta el apodo. De todos modos, es la criada de Prilidiano Pueyrredón (1823/1870). La tina no es suya (las bañeras no son para las fámulas), sino de su patrón. Comunidad de los cuerpos, entonces.
Lo cierto es que el pintor ha querido identificar a su modelo. Y, dicen los que saben, poner una cabeza individual sobre un cuerpo desnudo rompe las reglas del desnudo clásico. El cuerpo ya no es el de una diosa, sino el cuerpo puramente carnal.
Dicen también que esta transgresión realista de Pueyrredón fue posible porque el cuadro nunca salió del taller sino hasta su muerte. Era un retrato de entrecasa, tal vez para los amigos. En ese caso, El baño es también un modo fanfarrón de mostrar a la mujer propia.
Pero el cuerpo desnudo es lo de menos. Lo que importa es el desparpajo de esa mirada a alguien fuera del cuadro. Esa mirada es un enigma porque denota que hay algo significativo que no podemos ver. ¿Cuál es el destinatario de esa mirada? No Prilidiano, puesto que él es el que pinta. Es Otro. En este triángulo de miradas está la potencia erótica de este cuadro.