Tiene diez, doce semanas de vida. Flota plácidamente en el líquido amniótico. El corazón late con fuerza. Comparte el útero con el cordón umbilical que será dramática, inevitablemente cortado. Y bosteza. Un gesto humano.
La ecografía tridimensional es un espléndido dispositivo de saber. Conoce la ubicación intrauterina o extrauterina del feto. Discierne dónde está implantada la placenta. Diagnostica los genitales. Cronometra el desarrollo.
El dispositivo lanza señales de ultrasonido con las que una pantalla de alta resolución dibuja las imágenes que anticipan el nacimiento. Desde los años ’80, el cuerpo nace virtualmente bastante antes del parto.
Hasta entonces, los chicos eran seres de palabra. Eran relatados por los médicos, los padres, los familiares. Abrían un mundo opaco detrás de la panza que era una luna creciente. Había fantasías, miedos, felicidades, angustias. Los bebés no eran nombrados hasta no saber cuál era su sexo o, al menos, sus genitales.
Ahora, los chicos son seres de imágenes. Ya no son imaginados –dice Gérard Wacjman-, sino vistos. Nacen, por lo tanto, antes de nacer.