miércoles, 25 de abril de 2012

Sólo una metáfora


La novia judía, Rembrandt, 1667, Rijksmuseum, Amsterdam

El que creyó ver un padre judío que regala un collar a su hija se equivocó de medio a medio. En todo caso, él se parece un poco a Titus, el hijo de Rembrandt. Pero lo más probable es que sean Isaac y Rebeca, justo cuando el rey de los filisteos los ve “jugando” en el jardín (Génesis, 26: 8 y 9).
Quiénes son no importa demasiado. Lo que importa es que estos cuerpos barrocos son apenas signos.
Aun esa mano atrevida sobre el pecho de ella. La mirada de él es de señorío; la de ella se escapa del cuadro, como un cervatillo asustado. ¿Pero qué sienten los dedos acaso temblorosos de él? La tela espesa que custodia duramente el cuerpo femenino. No el seno tibio, no los latidos.
De modo que incluso ese gesto atrevido es apagado por el barullo de las telas.
Y así es todo. El busto liso, apretado. Los brazos, que eran eróticos en la Edad Media, aquí están tapados por mangas superpuestas. Debajo de esa falda de brocado rojo sólo puede haber una armazón de alambre que esconde las caderas, las piernas. Y él también. El jubón ajustado a la cintura, mangas enormes, calzón abullonado. Los cuerpos no se ven. Lo que se ve es la ropa, una suerte de escritura sobre los cuerpos.
En el barroco el traje se transforma –como dice la chilena Isabel Cruz de Amenábar- en una metáfora. Las formas naturales se hacen artificio. Lo exterior es ostentación pura y lo interior rehúye las miradas, aún la propia. En la época de Rembrandt (1606-16669), se establece lo público y lo privado en el cuerpo mismo.