After the bath, woman drying
herself, Edgar Degas,
1890/95, National Gallery, Londres
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La cintura es la de una reina de corazones. La espalda
húmeda cae vertiginosa hacia las nalgas. Uno diría que Degas está espiando
detrás de un cortinado, como cuando fisgonea los baños de las modistillas. Pero
no, no es una demoiselle sorprendida.
Es una modelo que posa. La delata esa rara torsión del cuerpo. Un torcimiento
necesario para que la luz se deslice dramáticamente también sobre el hombro
derecho. Eso pedía el cuadro, esa contorsión.
Hilaire-Germain-Edgar de Gas, conocido como Edgar Degas
(1834/1917), pintó centenas de mujeres desnudas en el baño. Este pastel es una
fiesta de texturas, un goce.
No es lo que vio Francis Bacon. “Si te fijas en la parte
superior de la columna –dijo alguna vez-, verás que casi sale por completo de
la piel. Y esto da a la imagen un giro y un carácter tal que cobras mayor
conciencia de la vulnerabilidad del resto del cuerpo que si hubieras dibujado
la columna con una trayectoria más natural hasta el cuello. Pero Degas hace que
la columna parezca salir de la piel. No sé si lo hizo a propósito o no, pero el
cuadro resulta mucho más espléndido porque de pronto percibes la columna detrás
de la carne”.
De modo que, mientras Degas ve la suntuosidad de la piel,
Bacon percibe el duro hueso. “Para Bacon, como para Kafka –escribió Giles
Deleuze-, la columna vertebral no es si sino la espada del verdugo bajo la
piel”.