El éxtasis de Santa Teresa (detalle),
Gian Lorenzo Bernini, 1647/1652,
capilla
Cornaro, Santa María de la Vittoria, Roma
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El mármol blanco disimula los borbotones de sangre. Pero no
puede ocultar la carne estremecida, el aire que gime la boca entreabierta. El
goce está inscripto en el cuerpo de Santa Teresa.
En verdad, lo único que hace Bernini (1598/1680) es
transcribir, cada palabra un golpe de cincel, el texto de la monja: Veíale
en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un
poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me
llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba
toda abrasada en amor grande de Dios. El dolor era tan fuerte que me hacia
lanzar gemidos, mas esta pena excesiva estaba tan sobrepasada por la dulzura
que no deseaba que terminara. Dolor
y deleite.
Santa Teresa había
escrito unos comentarios al Cantar de los Cantares, que veía como una
celebración erótica del matrimonio místico. Su confesor le ordenó que los quemara. Una
monja no habla de esas cosas.
En todo caso, una religiosa, si es atrevida, sabe vagamente que
hay un goce femenino en las casadas, que acceden a él sólo si su placer está
sometido al falo poderoso de sus maridos. Sobre ese goce se tiende un velo del
pudor. Pero nuestra monja habla de un goce sin velos, de un goce que se de-vela. Está en el cuerpo, más allá del imaginario social (que es masculino), más allá de las
palabras.
Lacan dice que el goce místico, que de eso se trata, queda
fuera del lenguaje. Es indecible. Abre un territorio misterioso, el de la
sexualidad femenina. En la frontera misma de ese continente, como mármol que
late, está el goce de Teresa.
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