El cumpleaños,
Marc Chagall, 1915,
Museum of Modern Art, Nueva York
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Los cuerpos flotan. Ondulan. Flamean. Son inverosímiles,
surreales. Marc contorsiona el beso. Bella liviana el aire, ingrávida.
Y los objetos. Ningún objeto acata la perspectiva. La torta
de cumpleaños sobre la mesa, el plato, el vaso. El bolsito de ella está en el
borde del mantel y de la tabla, también inestable. No hay un sistema de
objetos. Al contrario, más allá de su funcionalidad, hay un secreto en ellos
que sólo saben los amantes.
El único objeto real es el ramo de flores que Marc le regaló
a Bella. En este contexto sobrenatural parece real precisamente porque es un
símbolo, la imagen de los cuerpos enamorados.
También el tiempo es surreal: en una ventana, la de la
calle, es de noche; día en la otra.
Pintar los cuerpos alados sin alas y sin tiempos no es más
que pasar al lienzo los versos que escribía/pintaba Marc Chagall (1887/1985): “Abría
la ventana y junto con Bella entraban en mi cuarto azul de cielo, amor y
flores”.
Es una manera de verlo. La otra es acudir al cristal arduo
de la filosofía. Gilles Deleuze y Félix Guattari decían que el cuerpo está
hastiado de ser un organismo, ese “fenómeno de acumulación, de coagulación, de
sedimentación que le impone formas, funciones, uniones, organizaciones
dominantes y jerarquizadas, trascendencias organizadas para extraer de él un
trabajo útil”. El organismo es el juicio de Dios del que se aprovechan los
médicos.
Esto decían en 1980: “El cuerpo está harto de órganos y quiere deshacerse de
ellos”. Sesenta y cinco años antes, Chagall ya
había pintado ese cuerpo sin órganos.