miércoles, 6 de junio de 2012

Las mentiras del espejo


Desnuda delante de un espejo, Henri 
Toulouse-Lautrec, ¿1897?, colección privada

Se ha quitado la ropa, una a una. La blusa, la falda, los calzones, los zapatos. Todavía tiene la enagua en la mano. Salvo las medias, desnuda. No hay mejor manera para mirarse en un espejo también desnudo; liso, sin concavidades ni convexidades falaces.
La imagen del cuerpo es una conquista. Al principio, somos como Narciso que se mira en el lago. Nos movemos y la imagen de agua se mueve. Hacemos gestos y hace gestos. Hablamos y habla en silencio. Para el infans la imagen es otro real. Sólo con el tiempo comprendemos que esa imagen es la imagen de nuestro cuerpo. De modo que el espejo es una máquina de subjetivación, una máquina de saber.
Pero el espejo miente. Miente, por de pronto, la asimetría que es inversa: el seno derecho  no es el derecho sobre la superficie pulida sino el izquierdo. Otro error del espejo es que sólo refleja el frente; no la nuca, no los omóplatos, no las nalgas carnosas. No se puede ver el propio dorso sin la ayuda de otro espejo: engaño de engaño.
Lo peor del espejo es su duplicidad, su hipocresía. La imagen reflejada no es el cuerpo sino un simulacro del cuerpo.
Lo dice bien Octavio Paz: Por un proceso análogo a la lectura, que convierte a la realidad en signos, el espejo hace del cuerpo un simulacro de reflejos. El cuerpo se torna, a la vez, verdadero y falso. Por eso el espejo es tan enigmático.