Desnuda delante de un espejo, Henri
Toulouse-Lautrec, ¿1897?, colección
privada
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Se ha quitado la ropa, una a una. La blusa,
la falda, los calzones, los zapatos. Todavía tiene la enagua en la mano. Salvo
las medias, desnuda. No hay mejor manera para mirarse en un espejo también
desnudo; liso, sin concavidades ni convexidades falaces.
La imagen del cuerpo es una conquista. Al
principio, somos como Narciso que se mira en el lago. Nos movemos y la imagen
de agua se mueve. Hacemos gestos y hace gestos. Hablamos y habla en silencio.
Para el infans la imagen es otro real. Sólo con el tiempo comprendemos
que esa imagen es la imagen de nuestro cuerpo. De modo que el espejo es una
máquina de subjetivación, una máquina de saber.
Pero el espejo miente. Miente, por de
pronto, la asimetría que es inversa: el seno derecho no es el derecho sobre la superficie pulida sino
el izquierdo. Otro error del espejo es que sólo refleja el frente; no la nuca,
no los omóplatos, no las nalgas carnosas. No se puede ver el propio dorso sin
la ayuda de otro espejo: engaño de engaño.
Lo peor del espejo es su duplicidad, su
hipocresía. La imagen reflejada no es el cuerpo sino un simulacro del cuerpo.
Lo dice bien Octavio Paz: Por un proceso análogo a la lectura, que
convierte a la realidad en signos, el espejo hace del cuerpo un simulacro de
reflejos. El cuerpo se torna, a la vez, verdadero y falso. Por eso el
espejo es tan enigmático.