miércoles, 11 de julio de 2012

El origen del mundo


El origen del mundo, Gustave Courbet, 
1866, Musée d’Orsay, París

La imagen es suficientemente explícita. No hay nada que decir. No hay palabras que la conviertan, como a todas las imágenes, en un relato. Pero este pequeño cuadro (55x66 centímetros), colgado en una pared lateral del Orsay, inquieta.
No es el realismo, esa obsesión por los detalles, aun los triviales, que destruye la ilusión. Es el encuadre.
Gustave Courbet (1819/1877) descuartiza el cuerpo. Le arranca los brazos, las piernas, la cara que haría de esta mujer una mujer. Sólo se queda con la vulva y el pubis en un primerísimo primer plano. Fuerza hasta la miopía la mirada del que mira.
Es eso: una mirada cerquísima. Tanto, que mata el erotismo. Es una metonimia, toma una parte por el todo. Entonces el cuerpo, el erotismo del cuerpo, desaparece.
Y, sin embargo, esta imagen miope fue celosamente ocultada durante más de ochenta años.
Al principio no tuvo nombre, tampoco firma. Ni siquiera precio. Courbet se lo regaló a un diplomático turco que había ido por el ya vendido Venus et Psyché y que se fue con el lésbico Les dormueses. L’origine du monde era la yapa.
En 1899, Edmond Goncourt lo encontró en un negocio de antigüedades, escondido detrás de un paisaje del propio Courbet en los tiempos en que pintaba con alguna decencia. En 1913, se fue a Budapest en los baúles de un barón húngaro. La Wehrmacht lo secuestró como prueba del arte decadente de las democracias occidentales y el Ejército Rojo bolchevique, extrañamente, lo devolvió. En 1955, finalmente, lo compró Jacques Lacan.
El origen del mundo se encontraba en buenas manos. Lacan teoriza como nadie sobre la mirada, el deseo de mirar, la mancha. Pero él también lo escondió.
André Masson sobre El origen del mundo, 1955
El psicoanalista lo llevó a su casa de campo. Y lo tapió. Le pidió a André Masson que dibujara un paisaje reproduciendo cuidadosamente las líneas del cuerpo. Allá donde había vello, se superpuso un bosque (¡vaya originalidad!). Un dispositivo de marco con doble fondo ocultaba la imagen original. Una corredera permitía desplazar la tapadera dibujada. (Lo cual no deja de ser un tanto perverso).
Lacan quería esconder esa hendidura escandalosa. Para él, éste era el lugar del horror, un agujero totalmente abierto, una cosa de una oralidad extrema, con una esencia incognoscible; un real. Un vacío, un exceso, algo que no tiene palabras.
Años, después la feminista Luce Irigaray embiste contra Lacan. La vagina no es un vacío, dice, sino el océano de una sexualidad compleja, sin límites. No hay por qué asustarse de El origen del mundo