Campos de concentración, Ernesto Deira, 1961 |
Parecen rostros oscuros en la oscuridad. No, no son rostros,
son máscaras indescifrables, espantosamente semejantes. Una reiteración de máscaras, una reiteración de ojos atentos. Son,
pues, una masa oscura en la oscuridad.
El título engaña. No son campos de concentración. Es la
sociedad asediada. Por eso los cuerpos esperpénticos a lo Goya están
encerrados, casi sin espacios vacíos. Por eso también los gruesos pincelazos de
rojo, rojo como el rojo rupestre de los primitivos.
Ernesto Deira (1928/1986) fue uno de los cuatro (los otros
eran Noé, Macció y de la Vega) que formaron el movimiento Otra figuración iniciado a fines de los cincuenta. Era la fiesta
dorada de los sesenta, pero también la represión a cientos de sindicalistas y
activistas estudiantiles que dieron a parar con sus huesos a la cárcel de la
isla de los Estados, reabierta para la ocasión.
El arte ya no estaba en condiciones de expresar aquellos
tiempos en los que la humanidad estuvo a un tris de la guerra atómica. La buena pintura, la modosa pintura del
realismo, era falsa.
La editorial Losada había editado unos años antes Los caminos de la libertad, la espléndida novela de Jean-Paul
Sartre que señalaba la angustia del hombre, libre, pero marcado por una
sociedad que se deslizaba, siempre se deslizaba, quién sabe adónde. De allí la
angustia de esas figuras confusas, encerradas, oscuras.
Y las máscaras son indescifrables porque si fueran descifradas
revelarían el horror del rostro verdadero del hombre, esa sombra que es –decía Carl
Gustav Jung- aquello que desconocemos de nosotros mismos.
El viejo
maestro suizo relataba un sueño de adolescente. Era de noche en algún lugar desconocido. Yo estaba realizando una lenta y
penosa caminata con un fortísimo viento que venía de frente. Mis manos protegían
una débil llama que amenazaba con apagarse en cualquier momento. De pronto,
tuve la sensación de que algo venía detrás de mí. Volteé y vi una gigantesca figura negra que me seguía. En ese momento estaba conciente, dentro del terror que sentía, que yo debía mantener viva la llama y alejada de los peligros, a pesar de la noche y el viento.
Al despertar me di cuenta que esa figura era mi propia sombra en las
tinieblas, que se ponía en evidencia por la pequeña llama que yo portaba.
También supe que esa pequeña llama era mi conciencia, la única luz que poseo.
Ernesto Deira
pintaba sombras para mantener encendida su luz a pesar de los vientos de la
modernidad.