La muerte del torero, Pablo Ruiz Picasso, 1933. Musée Picasso, París
|
Es un amasijo de cuerpos. El toro que embiste hasta el borde
mismo de la tela. El torero estropeado. Y el caballo que grita.
Si la confusión es demasiada, hay que mirar los ojos de cada
uno. El ojo empecinado del toro. El ojo muerto del torero. El ojo espantado del
caballo.
Pero no importa. Lo que importa es la confusión de la muerte que, esa sí, está por igual en el toro, el torero y el caballo.
Algo ha andado mal en la liza. Los picadores con sus puyas
no han medido bien la bravura del toro. O el matador calculó mal
la cornada. O el animal amagó por derecha y acometió por izquierda. O no estaba
débil, suficientemente desangrado por los arpones de las banderillas.
Lo cierto es que el toro-muerte ha embestido, está
embistiendo.
Picasso (1881/1973) era un mocoso de ocho años cuando pintó
su primer óleo sobre la tapa de una caja de puros: El picador amarillo. Después hubo decenas de representaciones taurinas. Casi
siempre hubo un toro negro y un caballo blanco. Hay quien dice que uno es el
principio masculino y el otro el femenino. La violencia del que seduce y el sometimiento
consentido del que es seducido.
Es como la suerte de varas, dicen. El picador coloca al
caballo de modo que sea embestido por el toro. (El caballo en la realidad está vendado, vendado
como el destino en ese ruedo asesino.) El toro embiste y recibe entre la
nuca y el lomo la vara sangradora.
El caballo que se ofrece (en realidad, es ofrecido por el
picador) para la embestida. Y el toro que embiste. Erotismo, sacrificio y
muerte, diría Georges Bataille.
En los 30, Picasso realizó una serie de grabados donde transcribió
su relación física con su jovencísima (tenía diecisiete años) amante y modelo, Marie-Thérèse
Walter. Son batallas de amor, vehementes. En una de ellas, Violación IV, un hombre todo músculos embiste a una mujer, la cubre
con su propio cuerpo, la penetra ferozmente. Ella, debajo, tiene el cuello
doblado y grita. Como el caballo blanco.