miércoles, 30 de enero de 2013

Anoche

Le lit défait, Eugène Delacroix, 1827, ¿Musée National Delacroix, París?

Es la memoria del cuerpo ahora amanecido. Se huele aún el sudor suave. En las arrugas de la cama se ven todavía los movimientos del cuerpo nocturno. Darse vuelta, hundir la cara en la almohada, apartar las sábanas bruscamente para saltar a la mañana.
¿Y si no? ¿Y si en la cama deshecha hubo dos cuerpos? ¿Dos cuerpos que intentaron denodadamente ser uno y al fin fracasaron? ¿Dos cuerpos que se dieron una ducha de sábanas y de otredades?
Lo fantástico de esta acuarela de Eugène Delacroix (1798/1863) es que uno ve un relato. Una mujer. Un hombre. Dos amantes. O, tal vez, la fiebre húmeda de un enfermo. Un relato. El que se nos ocurra. Porque, como dijimos alguna vez, el cuerpo también está en las huellas. Y la imagen misma es una huella.


Pero sabemos algo más. En una sala poco frecuentada del Louvre hay un estudio de Delacroix, Estudio de un lecho desecho. Allí está ese cuerpo que dejó su marca en la cama. Es una mujer desnuda. O el fantasma de una mujer desnuda. 




Etude d’un lit défait, et croquis de femme nue, Eugène Delacroix, circa 1827, Musée du Louvre, Paris

miércoles, 23 de enero de 2013

Ninguna mujer

Pygmalion et Galatée, Jean-Léon Gérôme, circa 1890, 
Metropolitan Museum of Art, New York

Si queremos mirar lo interesante de esta imagen, hay que eliminar la zonceras academicistas. Ahuyentemos ese angelito estúpido, una representación banal de Venus. No hagamos caso de las máscaras de la tragedia y la comedia, que no tienen nada que ver. Omitamos la escalera que alude a las altitudes de un arte poco agraciado, a juzgar por lo que se ve en el estudio. 
Ahora sí, ahora podernos mirar. Es el momento de la gloria. La estatua de marfil viene a la vida, todavía sobre su pedestal. Pigmalión, que la esculpió, ha oprimido sus venas y laten. Ha palpado sus pechos y ceden. Entonces ciñe su cintura, besa sus labios y la nombra su compañera de lecho. 
El cuadro del clasicista francés Jean-Léon Gérôme (1824/1904) no tiene mayores méritos, salvo su fuente, las Metamorfosis de Ovidio. Allí están las claves de esta imagen. 
Ovidio cuenta que Pigmalión, rey de Chipre, hastiado de los vicios femeninos, cinceló un marfil al que dio una forma con la que ninguna mujer puede nacer. El “simulado cuerpo” encendió fuegos en su pecho. 
Galatea* está en la imaginación (nunca más exacta la palabra) de Pigmalión, que no reconoce que esa imagen no es más que su proyección; un simulacro. 
“Los labios le besa, y que se devuelve cree y le habla y la sostiene y está persuadido de que sus dedos se asientan en esos miembros por ellos tocados”. Pero “tiene miedo de que, oprimidos, no le venga lividez a sus miembros”. Teme, en fin, que el marfil blanco y frío le diga que la mujer imaginada no es real. 
Pigmalión duda, sabe que un simulacro es quebradizo. Entonces le lleva regalos que habitualmente son gratos a las niñas: torneadas piedrecillas y pequeñas aves y flores de mil colores. Y vestidos. Como si el cuerpo de marfil necesitara ocultar su desnudez, que no es impúdica ni puede serlo porque es de marfil. 
No importa, las ofrendas –que tratan a la estatua como si fuera una mujer de carne y hueso- confirman el simulacro. 
Las ofrendas son también para Venus, esa otra imagen. Cuando llega la festividad de la diosa, el rey le sacrifica novillas y quema incienso humoso. Ruega: “Si dioses dar todo podéis, que sea esposa mía deseo –sin atreverse a decir la virgen de marfil, sino semejante –dijo- a la de marfil”. Repentinamente, Pigmalión es conciente de la semejanza, del simulacro. 
Venus da entonces vida a la imagen de marfil. Lo imaginado, lo deseado, se hace enteramente real. Un milagro. Un imposible.

* Recién en el siglo XVIII, en su Pygmalion, scéne lyrique, Jean-Jacques Rousseau denomina Galatea a la estatua. Ovidio no pronuncia nombre alguno.

miércoles, 16 de enero de 2013

La orina y la mirada

Mujer orinando, Rembrandt Harmenz van Rijn, 1631

Aquí hay una contradicción. El chorro amarillo fluye fuerte, libremente. Los pechos se escapan del corpiño como pájaros alborotados. Pero la campesina está incómoda. Mira sobre el hombro como si temiera que alguien la mire. De modo que lo natural de la orina y lo cultural de la mirada. Esta estampa del cuerpo es magnífica precisamente por esa oposición de la orina honesta y vergonzosa a la vez.
“Una aberración artística”. “Una bella imagen abyecta, pero ¿no lo son las crucifixiones?” “Una obscenidad y carnalidad salvajes”. Estas opiniones de los críticos son de ahora nomás. Como si todavía tuviéramos miedo de recaer en la animalidad.
La civilización se ha hecho conteniendo el animal que somos. Durante siglos la cortesía, aparentemente tan refinada, ha ido reprimiendo las pulsiones naturales. Hemos aprendido a comportarnos en la mesa, en la cama, en los salones. Es decir, hemos aprendido a refrenar las emociones y los gestos de nuestro cuerpo.
Una de las coacciones de la civilización sobre el cuerpo es, justamente, la actitud frente a las necesidades naturales. Un antiquísimo manual de urbanidad prescribía: “No permitas que tus partes íntimas / queden al descubierto, / pues es costumbre muy vergonzosa y aborrecible / detestable y ruda” (Comportamientos permitidos y no permitidos en público, Richard Weste, circa 1619).
Doce años después, apenas doce años después, Rembrandt viola esta norma de cortesía mostrando lo que no debe mostrarse.
     


Picasso replicó la estampa de Rembrandt retratando a su segunda esposa, Jacqueline Roque, mientras orinaba. No hay vergüenza en ella.






La pisseuse, Pablo Picasso, 1965. Musée National d'Art Moderne, Centre Pompidou, Paris



miércoles, 9 de enero de 2013

La oscuridad del espejo

Narciso, Caravaggio, 1598/99, 
Galleria Nazionale d'Arte Antica, Roma

El lago es un espejo oscuro. La oscuridad del agua: he aquí la clave. La oscuridad habitualmente dificulta la mirada. Pero aquí la hace posible.
Narciso mira una imagen espejada por el lago oscuro. Narciso es mirado por ese espejo trémulo.
Alarga el brazo y el espejo alarga el brazo. Ríe y ríe a su vez. Llora y el espejo del agua llora lágrimas redundantes.
Le bastaría una pedrada al espejo-lago para desvanecer la ilusión. Entonces podría mirar el reflejo de sí mismo como una imagen y reconocerse en ese artificio. Pero no, está ad-mirado por ese espejo de luna y noche.
Inesperadamente, en las Metamorfosis de Ovidio, Narciso dice: “Lo que deseo está conmigo: mi riqueza me ha hecho pobre”. Pareciera que sabe que el espejo es apenas un reflejo, una copia de sí mismo, un simulacro. ¿Por qué entonces los dioses lo condenan a transformarse en una flor cruel?
Tal vez la condena no esté en los dioses, sino en esa falsa, la imagen.  
El espejo hace del cuerpo un simulacro de reflejos, dice Octavio Paz. En el espejo el cuerpo se mira, pero no puede tocarse en el espejo, que por algo es frío. El cuerpo se hace visible pero también intocable. Es la tragedia de Narciso. “Lo que deseo está conmigo”.
Es también la tragedia del conocimiento. Conocemos nuestro cuerpo real por el espejo, que es una imagen irreal, en todo caso virtual. De esa materia estamos hechos. 

miércoles, 2 de enero de 2013

Una cartografía del horror

Imagen de la performance Mientras dormíamos.
El caso Juárez 2002/2005
, Lorena Wolffer

Averiguación previa número 1780/93-05, de fecha 25 de enero de 1993. Se localizó en la colonia Alta Vista el cadáver de una persona de sexo femenino de aproximadamente 16 años de edad…
Con un rotulador de cirujano, Lorena dibuja una cuchillada sobre su cuerpo.

Averiguación previa número 08520/94-503, de fecha 8 de mayo de 1994. A trescientos metros de la autopista Juárez Porvenir, se localizó el cadáver de una persona del sexo femenino en una posición decúbito ventral, con los brazos extendidos en forma de cruz y las extremidades inferiores separadas en forma de "V", de una edad aproximada de 10 años…
Lorena traza una herida sobre la piel que quiere ser niña.

Averiguación previa número 05396/96-1102, de fecha 7 de abril de 1996. Víctimas: Rosario García Leal, Guadalupe Verónica Castro Pando, Olga Alicia Carrillo Pérez.
Lorena marca tres hondas penas en el vientre.

La voz metálica de un altoparlante lee, uno a uno, informes policiales sobre cientos de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, México. Y Lorena Wolffer los documenta, uno a uno, sobre su piel desnuda. Hasta que no queda espacio.