miércoles, 23 de enero de 2013

Ninguna mujer

Pygmalion et Galatée, Jean-Léon Gérôme, circa 1890, 
Metropolitan Museum of Art, New York

Si queremos mirar lo interesante de esta imagen, hay que eliminar la zonceras academicistas. Ahuyentemos ese angelito estúpido, una representación banal de Venus. No hagamos caso de las máscaras de la tragedia y la comedia, que no tienen nada que ver. Omitamos la escalera que alude a las altitudes de un arte poco agraciado, a juzgar por lo que se ve en el estudio. 
Ahora sí, ahora podernos mirar. Es el momento de la gloria. La estatua de marfil viene a la vida, todavía sobre su pedestal. Pigmalión, que la esculpió, ha oprimido sus venas y laten. Ha palpado sus pechos y ceden. Entonces ciñe su cintura, besa sus labios y la nombra su compañera de lecho. 
El cuadro del clasicista francés Jean-Léon Gérôme (1824/1904) no tiene mayores méritos, salvo su fuente, las Metamorfosis de Ovidio. Allí están las claves de esta imagen. 
Ovidio cuenta que Pigmalión, rey de Chipre, hastiado de los vicios femeninos, cinceló un marfil al que dio una forma con la que ninguna mujer puede nacer. El “simulado cuerpo” encendió fuegos en su pecho. 
Galatea* está en la imaginación (nunca más exacta la palabra) de Pigmalión, que no reconoce que esa imagen no es más que su proyección; un simulacro. 
“Los labios le besa, y que se devuelve cree y le habla y la sostiene y está persuadido de que sus dedos se asientan en esos miembros por ellos tocados”. Pero “tiene miedo de que, oprimidos, no le venga lividez a sus miembros”. Teme, en fin, que el marfil blanco y frío le diga que la mujer imaginada no es real. 
Pigmalión duda, sabe que un simulacro es quebradizo. Entonces le lleva regalos que habitualmente son gratos a las niñas: torneadas piedrecillas y pequeñas aves y flores de mil colores. Y vestidos. Como si el cuerpo de marfil necesitara ocultar su desnudez, que no es impúdica ni puede serlo porque es de marfil. 
No importa, las ofrendas –que tratan a la estatua como si fuera una mujer de carne y hueso- confirman el simulacro. 
Las ofrendas son también para Venus, esa otra imagen. Cuando llega la festividad de la diosa, el rey le sacrifica novillas y quema incienso humoso. Ruega: “Si dioses dar todo podéis, que sea esposa mía deseo –sin atreverse a decir la virgen de marfil, sino semejante –dijo- a la de marfil”. Repentinamente, Pigmalión es conciente de la semejanza, del simulacro. 
Venus da entonces vida a la imagen de marfil. Lo imaginado, lo deseado, se hace enteramente real. Un milagro. Un imposible.

* Recién en el siglo XVIII, en su Pygmalion, scéne lyrique, Jean-Jacques Rousseau denomina Galatea a la estatua. Ovidio no pronuncia nombre alguno.