Mujer orinando,
Rembrandt Harmenz van Rijn, 1631
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Aquí hay una contradicción. El chorro amarillo fluye fuerte,
libremente. Los pechos se escapan del corpiño como pájaros alborotados. Pero la
campesina está incómoda. Mira sobre el hombro como si temiera que alguien la
mire. De modo que lo natural de la orina y lo cultural de la mirada. Esta estampa del cuerpo es magnífica precisamente por esa
oposición de la orina honesta y vergonzosa a la vez.
“Una aberración artística”. “Una bella imagen abyecta, pero
¿no lo son las crucifixiones?” “Una obscenidad y carnalidad salvajes”. Estas
opiniones de los críticos son de ahora nomás. Como si todavía tuviéramos miedo
de recaer en la animalidad.
La civilización se ha hecho conteniendo el animal que somos.
Durante siglos la cortesía, aparentemente tan refinada, ha ido reprimiendo las
pulsiones naturales. Hemos aprendido a comportarnos en la mesa, en la cama, en
los salones. Es decir, hemos aprendido a refrenar las emociones y los gestos de
nuestro cuerpo.
Una de las coacciones de la civilización sobre el cuerpo es,
justamente, la actitud frente a las necesidades naturales. Un antiquísimo manual
de urbanidad prescribía: “No permitas que tus partes íntimas / queden al
descubierto, / pues es costumbre muy vergonzosa y aborrecible / detestable y
ruda” (Comportamientos permitidos y no
permitidos en público, Richard
Weste, circa 1619).
Doce años después, apenas doce años después, Rembrandt viola esta norma de cortesía
mostrando lo que no debe mostrarse.
Picasso replicó la estampa de Rembrandt retratando a su segunda esposa, Jacqueline Roque, mientras orinaba. No hay vergüenza en ella.
La pisseuse,
Pablo Picasso, 1965. Musée National d'Art Moderne, Centre Pompidou, Paris