La grande baigneuse (también llamada
La baigneuse de
Valpinçon),
Jean Auguste Dominique Ingres, 1808, Louvre, París
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Se ofrece y, al mismo tiempo, se rehúsa. Acaso el erotismo
que respira nazca de ese gesto histérico. Me doy (a la mirada del otro). No me
doy; vuelvo el rostro, niego (mi mirada).
O, tal vez, la sensualidad provenga del sosiego del aire. Nada
transcurre; ni el tiempo, ni el espacio congelado.
Dijimos erotismo, sensualidad; podríamos haber dicho
voluptuosidad. Pero no dijimos cuerpo. Entonces reparamos en el cuerpo.
No parece haber huesos debajo de esa piel suntuosa. Los
redondos hombros están como desequilibrados. La pierna debajo de la otra pierna
no es verosímil. Y en esa larga espalda hay demasiadas vértebras. No son treinta
y tres, como debe ser. Hay, por lo menos, tres sacras más.
A Jean Auguste Dominque Ingres (1780/1867) la anatomía le importa
tres pitos. Los críticos reclaman airados esas vértebras de más, esos miembros
como separados. Lo acusan de manierismo a la violeta.
Pero, para representar el erotismo, no es necesario que el
cuerpo representado sea exacto como una escuadra milimetrada. Es necesaria una
poética, una invocación que va más allá de quién sabe dónde.