Embarque de cereales, Benito Quinquela Martín, 1934
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Son una máquina, como lo son las ruedas, el volante y el engranaje
que forman un reloj. Cada cuerpo en un esfuerzo unísono. La bolsa, la bolsa
mundo, la bolsa montaña sobre la espalda que sin embargo puede. Los riñones que
aguantan el peso de otras bolsas. El espaldar que tira de la cuerda como si
quisiera subir el humo de las chimeneas.
Un modo de ser del cuerpo es el cuerpo colectivo. El cuerpo
hecho de muchos cuerpos coordinados. Los cuerpos de hombros anchos y piel
cetrina como las aceitunas maduras. Esta imagen testimonia la mecánica alborozada
de los cuerpos cuerpo.
En La Boca “todo me era más fácil –decía Benito Quinquela
Martín (1890/1977)-, la atmósfera y las cosas estaban en mi retina desde hacía
años. No había objeto que no me fuera familiar. Sabía cómo se movía cada
músculo del cuerpo al cargar o al descargar”.
Quinquela había acarreado bolsas y sabía de la complacencia de
los músculos que se contraen y se elongan en el esfuerzo, magníficos, vitales. Entonces
pintaba la alegría de los músculos, que es también la alegría del trabajo. El
trabajo que produce un mundo.
El lomo encorvado bajo las bolsas, tambaleando sobre las
planchadas que oscilan, es también el trabajo alienado. El trabajo en el que el
hombre no se reconoce, precisamente, porque es apenas un engranaje en la
maquinaria inmensa. Habrá que esperar veinticinco años para que el Grupo
Espartaco hable de esos cuerpos duros y ajenos.