Le Crhist jaune, Paul Gauguin, 1889. Albright-Knox Art Gallery |
El Cristo es amarillo como las colinas y no rojo como la sangre. No hay sangre en este Cristo apacible. Ni siquiera hay sombras. Un Cristo sin sombras, quién lo diría. Hasta los clavos son mansos.
Al pie de la cruz, las marías. María la madre, María la de Cleofás, la hermana de la madre, y María la Magdalena. Delantalitos debajo del corpiño, cofias alonas. Las marías son redonditas, como gallinas cluecas sobre sus faldas.
Mucho se ha dicho de este Cristo amarillo de Eugène Henri Paul Gauguin (1848/1903).
Que su etapa bretona, que su sintetismo (un modo de aludir a esas imágenes sintéticas que forman un todo complejo), que esas figuras como vitrales, de colores planos y contornos recortados como si la luz les viniera de atrás.
No son mujeres desnudas en las olas de la muerte, ni paraísos tahitianos. Es, simplemente, la Bretaña callada y medieval.
Pero hay un enigma. La composición de Le Crhist jaune se recuesta sobre la izquierda. Allí está el Cristo amarillo y las marías. A la derecha, allá, al fondo, hay un hombre que salta un muro de piedra. ¿Qué hace ese hombre? ¿Cómo se relaciona con esta crucifixión blanda? Vaya uno a saber.