miércoles, 13 de febrero de 2013

La flor enferma

Jeanne Duval, dibujo de Charles Baudelaire
Ella lo miraba. De costado, desafiante, burlona. Quiso captar esa mirada porque eso era ella. No la escribió, la dibujó. En el centro de la hoja del cuaderno. No en los márgenes, en el centro mismo.
Con los días, en momentos distintos, fue escribiendo alrededor de la mujer dibujada. Notas al pasar. Alguna dirección. Palabras que tal vez alguna vez fueron poesías. Palabras que quedaron allí, muertas.
Así fue Jeanne Duval en la vida de Charles Baudelaire (1821/1867): una mujer idealizada en medio de palabras. Una amante que era una cuchillada.
Si Jeanne no hubiera existido, Baudelaire la habría inventado. Quizá lo hizo. De hecho, escribió Á una dame créole un otoño de 1841, antes de conocerla, en 1842. Ella era una créole vagamente haitiana que hacía de una mucamita sin importancia en un vaudeville.
Estaba lejos de ser la castradora Venus negra de sus Flores del mal. Sólo era, como dijo alguien, una Venus de bazar, una muñecota lasciva, apenas un desorden de muselina.
El siglo XIX imaginaba el cuerpo del mal como el cuerpo de la enfermedad, de los desmayos pálidos, de la fiebre que demacraba a las damas de las camelias que habían ofendido a Dios. Édoaurd Manet (1832-1883) no compartía esa condescendencia romántica. No al menos en este caso
Maîtresse de Baudelaire, Éduoard Manet, 1862
Musée de Beaux Arts, Budapest
En 1862, fue al hospicio de Dubois a retratar a Jeanne, convaleciente de una hemiplejia que adormeció para siempre el lado izquierdo de su cuerpo. La créole estaba quedándose ciega por la sífilis, ese accidente diabólico, que le había contagiado Baudelaire.
Es sorprendente que Manet, que pintaba tan bellamente, haya compuesto esta mujer espantosa. No hay más que mirar esa mano desproporcionada, masculina, que desdice la transparencia fina de la cortina donde se apoya, agarrotada.
Jeanne está como incómoda, en una pose forzada. La pierna dañada asoma de la falda. ¿Este cuerpo devastado es el cuerpo del mal? Baudelaire mismo no estaría de acuerdo.

miércoles, 6 de febrero de 2013

La propia carne


La tentation de Saint-Antoine, Félicien Rops, 
1878, Bibliothèque Royale Albert I, Bruselas
Esa mujer no debería estar ahí. Y menos prometer su cuerpo desnudo. Lo erótico se entremezcla irrespetuosamente con lo sagrado. San Antonio cae en esa tentación.
Está alelado por lo que ve. Pero no deja de mirar de reojo el ofrecido tajo femenino. El escándalo no está en la hembra, sino en san Antonio.
Lo demás son meras provocaciones. El Cristo demacrado que flota sin su cruz. El bufón satánico que sonríe. La sustitución del INRI bíblico por el EROS desatado. Las pezuñas del cochino pisando las Escrituras. Los querubines esqueléticos.
Nada de eso importa demasiado. El punctum de la imagen es el escándalo de Antonio provocado por esa hembra que no debiera estar en un lugar sagrado.
En la doctrina cristiana, el cuerpo es pecado. Hay que justificarlo. Se justifica cuando tiene una misión trascendente, como el inevitable sexo de la reproducción. Pero, tarde o temprano, los cristianos se topan con el cuerpo inútil, el cuerpo del placer sin más función que el placer mismo. El propio cuerpo es el escándalo.
Los poetas decadentistas del siglo XIX, como Poe o Rimbaud, se complacieron en poner el dedo sobre esa llaga. Cometían su arte al grito de Épater les bourgeois! (¡Escandalizar a los burgueses!).
El belga Félicien Rops (1833/1898), que era amigo de escandalizar, escribió un texto donde le explicaba al santo que con su pintura había querido mostrarle “que eres un loco, mi buen Antonio, adorando tus abstracciones. Que tus ojos no busquen más en las profundidades azules el rostro de tu Cristo, ni el de las vírgenes incorpóreas”. “Si los dioses han partido –remataba- te queda la Mujer y, con el amor de la Mujer, el amor fecundante de la Vida”.
De modo que ésta no es la imagen del cielo y del infierno, como otras. Es la imagen del cuerpo tentado por la tentación de su propia carne.

miércoles, 30 de enero de 2013

Anoche

Le lit défait, Eugène Delacroix, 1827, ¿Musée National Delacroix, París?

Es la memoria del cuerpo ahora amanecido. Se huele aún el sudor suave. En las arrugas de la cama se ven todavía los movimientos del cuerpo nocturno. Darse vuelta, hundir la cara en la almohada, apartar las sábanas bruscamente para saltar a la mañana.
¿Y si no? ¿Y si en la cama deshecha hubo dos cuerpos? ¿Dos cuerpos que intentaron denodadamente ser uno y al fin fracasaron? ¿Dos cuerpos que se dieron una ducha de sábanas y de otredades?
Lo fantástico de esta acuarela de Eugène Delacroix (1798/1863) es que uno ve un relato. Una mujer. Un hombre. Dos amantes. O, tal vez, la fiebre húmeda de un enfermo. Un relato. El que se nos ocurra. Porque, como dijimos alguna vez, el cuerpo también está en las huellas. Y la imagen misma es una huella.


Pero sabemos algo más. En una sala poco frecuentada del Louvre hay un estudio de Delacroix, Estudio de un lecho desecho. Allí está ese cuerpo que dejó su marca en la cama. Es una mujer desnuda. O el fantasma de una mujer desnuda. 




Etude d’un lit défait, et croquis de femme nue, Eugène Delacroix, circa 1827, Musée du Louvre, Paris

miércoles, 23 de enero de 2013

Ninguna mujer

Pygmalion et Galatée, Jean-Léon Gérôme, circa 1890, 
Metropolitan Museum of Art, New York

Si queremos mirar lo interesante de esta imagen, hay que eliminar la zonceras academicistas. Ahuyentemos ese angelito estúpido, una representación banal de Venus. No hagamos caso de las máscaras de la tragedia y la comedia, que no tienen nada que ver. Omitamos la escalera que alude a las altitudes de un arte poco agraciado, a juzgar por lo que se ve en el estudio. 
Ahora sí, ahora podernos mirar. Es el momento de la gloria. La estatua de marfil viene a la vida, todavía sobre su pedestal. Pigmalión, que la esculpió, ha oprimido sus venas y laten. Ha palpado sus pechos y ceden. Entonces ciñe su cintura, besa sus labios y la nombra su compañera de lecho. 
El cuadro del clasicista francés Jean-Léon Gérôme (1824/1904) no tiene mayores méritos, salvo su fuente, las Metamorfosis de Ovidio. Allí están las claves de esta imagen. 
Ovidio cuenta que Pigmalión, rey de Chipre, hastiado de los vicios femeninos, cinceló un marfil al que dio una forma con la que ninguna mujer puede nacer. El “simulado cuerpo” encendió fuegos en su pecho. 
Galatea* está en la imaginación (nunca más exacta la palabra) de Pigmalión, que no reconoce que esa imagen no es más que su proyección; un simulacro. 
“Los labios le besa, y que se devuelve cree y le habla y la sostiene y está persuadido de que sus dedos se asientan en esos miembros por ellos tocados”. Pero “tiene miedo de que, oprimidos, no le venga lividez a sus miembros”. Teme, en fin, que el marfil blanco y frío le diga que la mujer imaginada no es real. 
Pigmalión duda, sabe que un simulacro es quebradizo. Entonces le lleva regalos que habitualmente son gratos a las niñas: torneadas piedrecillas y pequeñas aves y flores de mil colores. Y vestidos. Como si el cuerpo de marfil necesitara ocultar su desnudez, que no es impúdica ni puede serlo porque es de marfil. 
No importa, las ofrendas –que tratan a la estatua como si fuera una mujer de carne y hueso- confirman el simulacro. 
Las ofrendas son también para Venus, esa otra imagen. Cuando llega la festividad de la diosa, el rey le sacrifica novillas y quema incienso humoso. Ruega: “Si dioses dar todo podéis, que sea esposa mía deseo –sin atreverse a decir la virgen de marfil, sino semejante –dijo- a la de marfil”. Repentinamente, Pigmalión es conciente de la semejanza, del simulacro. 
Venus da entonces vida a la imagen de marfil. Lo imaginado, lo deseado, se hace enteramente real. Un milagro. Un imposible.

* Recién en el siglo XVIII, en su Pygmalion, scéne lyrique, Jean-Jacques Rousseau denomina Galatea a la estatua. Ovidio no pronuncia nombre alguno.

miércoles, 16 de enero de 2013

La orina y la mirada

Mujer orinando, Rembrandt Harmenz van Rijn, 1631

Aquí hay una contradicción. El chorro amarillo fluye fuerte, libremente. Los pechos se escapan del corpiño como pájaros alborotados. Pero la campesina está incómoda. Mira sobre el hombro como si temiera que alguien la mire. De modo que lo natural de la orina y lo cultural de la mirada. Esta estampa del cuerpo es magnífica precisamente por esa oposición de la orina honesta y vergonzosa a la vez.
“Una aberración artística”. “Una bella imagen abyecta, pero ¿no lo son las crucifixiones?” “Una obscenidad y carnalidad salvajes”. Estas opiniones de los críticos son de ahora nomás. Como si todavía tuviéramos miedo de recaer en la animalidad.
La civilización se ha hecho conteniendo el animal que somos. Durante siglos la cortesía, aparentemente tan refinada, ha ido reprimiendo las pulsiones naturales. Hemos aprendido a comportarnos en la mesa, en la cama, en los salones. Es decir, hemos aprendido a refrenar las emociones y los gestos de nuestro cuerpo.
Una de las coacciones de la civilización sobre el cuerpo es, justamente, la actitud frente a las necesidades naturales. Un antiquísimo manual de urbanidad prescribía: “No permitas que tus partes íntimas / queden al descubierto, / pues es costumbre muy vergonzosa y aborrecible / detestable y ruda” (Comportamientos permitidos y no permitidos en público, Richard Weste, circa 1619).
Doce años después, apenas doce años después, Rembrandt viola esta norma de cortesía mostrando lo que no debe mostrarse.
     


Picasso replicó la estampa de Rembrandt retratando a su segunda esposa, Jacqueline Roque, mientras orinaba. No hay vergüenza en ella.






La pisseuse, Pablo Picasso, 1965. Musée National d'Art Moderne, Centre Pompidou, Paris



miércoles, 9 de enero de 2013

La oscuridad del espejo

Narciso, Caravaggio, 1598/99, 
Galleria Nazionale d'Arte Antica, Roma

El lago es un espejo oscuro. La oscuridad del agua: he aquí la clave. La oscuridad habitualmente dificulta la mirada. Pero aquí la hace posible.
Narciso mira una imagen espejada por el lago oscuro. Narciso es mirado por ese espejo trémulo.
Alarga el brazo y el espejo alarga el brazo. Ríe y ríe a su vez. Llora y el espejo del agua llora lágrimas redundantes.
Le bastaría una pedrada al espejo-lago para desvanecer la ilusión. Entonces podría mirar el reflejo de sí mismo como una imagen y reconocerse en ese artificio. Pero no, está ad-mirado por ese espejo de luna y noche.
Inesperadamente, en las Metamorfosis de Ovidio, Narciso dice: “Lo que deseo está conmigo: mi riqueza me ha hecho pobre”. Pareciera que sabe que el espejo es apenas un reflejo, una copia de sí mismo, un simulacro. ¿Por qué entonces los dioses lo condenan a transformarse en una flor cruel?
Tal vez la condena no esté en los dioses, sino en esa falsa, la imagen.  
El espejo hace del cuerpo un simulacro de reflejos, dice Octavio Paz. En el espejo el cuerpo se mira, pero no puede tocarse en el espejo, que por algo es frío. El cuerpo se hace visible pero también intocable. Es la tragedia de Narciso. “Lo que deseo está conmigo”.
Es también la tragedia del conocimiento. Conocemos nuestro cuerpo real por el espejo, que es una imagen irreal, en todo caso virtual. De esa materia estamos hechos. 

miércoles, 2 de enero de 2013

Una cartografía del horror

Imagen de la performance Mientras dormíamos.
El caso Juárez 2002/2005
, Lorena Wolffer

Averiguación previa número 1780/93-05, de fecha 25 de enero de 1993. Se localizó en la colonia Alta Vista el cadáver de una persona de sexo femenino de aproximadamente 16 años de edad…
Con un rotulador de cirujano, Lorena dibuja una cuchillada sobre su cuerpo.

Averiguación previa número 08520/94-503, de fecha 8 de mayo de 1994. A trescientos metros de la autopista Juárez Porvenir, se localizó el cadáver de una persona del sexo femenino en una posición decúbito ventral, con los brazos extendidos en forma de cruz y las extremidades inferiores separadas en forma de "V", de una edad aproximada de 10 años…
Lorena traza una herida sobre la piel que quiere ser niña.

Averiguación previa número 05396/96-1102, de fecha 7 de abril de 1996. Víctimas: Rosario García Leal, Guadalupe Verónica Castro Pando, Olga Alicia Carrillo Pérez.
Lorena marca tres hondas penas en el vientre.

La voz metálica de un altoparlante lee, uno a uno, informes policiales sobre cientos de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, México. Y Lorena Wolffer los documenta, uno a uno, sobre su piel desnuda. Hasta que no queda espacio.