miércoles, 29 de febrero de 2012

Los ciegos ojos del deseo

La parábola de los ciegos, Pieter Brueghel el Viejo, 1568, 
Pinacoteca de Capodimonte

Esta vez no son los cuerpos, sino los ojos. Los ojos vacíos de los ciegos. No ven. No hay más certidumbre que esos bastones que mienten un camino cierto. El último de la fila no sabe que la línea recta se está deshaciendo. Ignora lo que pasará y allí va, con su apacible mirada ciega. El siguiente intuye, pero todavía confía en el que le precede. El tercero siente que el hombro del compañero se le va de la mano y levanta la cabeza como queriendo mirar lo que no puede ver. El cuarto manotea el bastón alarmado, ahora todo es incierto como un abismo que no se ve pero está. El quinto está cayendo, es el único que nos mira con las cuencas azoradas. El último ha caído ya en la muerte del río.
Es la parábola de los ciegos: “Son ciegos que guían a ciegos. Y, si un ciego guía a otro ciego, caerán en el hoyo” (Mateo, 15:14). Brueghel el Viejo (1525-1569), que morirá poco después de esta obra, parece creer que no hay nada que esperar de los demás, que somos ciegos de ciegos.
Cuatrocientos años más tarde (390 para ser más precisos), Lacan ofrece su propia parábola. Dice que la estructura del deseo es el deseo del Otro. No deseamos al Otro como objeto, deseamos que nos desee. Lo malo es que el Otro es opaco, nunca sabremos del todo si nos desea; cómo, cuánto, hasta cuándo. Ante esa opacidad estamos indefensos.
Desde luego, es posible que haya un acuerdo de los deseos. “Pero no sin peligro -dice Lacan. Por la razón de que, ordenándose en una cadena que se parece a la procesión de los ciegos de Brueghel, cada uno sin duda tiene la mano en la mano del que le precede, pero ninguno sabe adónde van todos juntos”. ¿A la catástrofe de la privación de deseo?
¿Y si miramos a los seis ciegos de Brueghel como seis momentos del deseo? El deseo que se lanza ciegamente hacia adelante sin presentir la catástrofe. El deseo del que vacila porque el bastón ya no es la línea recta que fue. El deseo que cae en el río siniestro del no deseo. Esto es, la muerte. Porque, después de todo, ¿qué es la vida sino el bello deseo atolondrado? ¿Y qué es la muerte sino la falta de deseo?

miércoles, 22 de febrero de 2012

El fantasma

Symplegma prostitute, Glyptothek de Münich.
Escultura proveniente de un burdel romano del siglo I de C.

He aquí un gesto de piedra, un symplegma (unión) grecorromano del siglo I d.C. Dos cuerpos. Una prostituta, acuclillada sobre el cuerpo de su cliente. El hombre, con el torso ligeramente levantado, quizá en un espasmo de placer.
Hay también un fantasma. Una historia que uno se cuenta a sí mismo para reponer los fragmentos que faltan. Como si lo que falta provocara una angustia que sólo se calma si reponemos la imagen completa de esos dos seres de piedra.
El cuerpo pide una mirada. Si no está completo, el ojo configura los indicios que percibe según una Gestalt que cierra lo que falta. Esa configuración no es inocente. Sólo vemos lo que la cultura habilita ver. He aquí la lección de esta imagen trunca: el cuerpo no es sino una construcción simbólica. El ojo no es inocente, como dice David Le Breton; tampoco lo son el tacto, el oído, el olfato, el gusto.
Pero en esta escultura rota hay un enigma: esa mano cercenada. En verdad, lo único inteligible es la pierna doblada y la mano. ¿Qué hace esa mano? No lo sabemos. Sólo sabemos que el misterio es lo que hace tan viva esta imagen de dos cuerpos mutilados. 

miércoles, 15 de febrero de 2012

No hay realidad que valga

Yemen, fighting for change; Samuel Aranda, 2011
www.samuelaranda.net
El hombre está quebrado de cuerpo. La mujer, la madre al parecer, lo tiene amorosamente en sus brazos. Tal vez lo está mirando a través de la raja de la niqab, que violenta su mirada y la mirada de los otros. La imagen no sería la misma sin esa mirada conjeturada.
No hay más. Sólo esos cuerpos plegados.
La fotografía fue tomada en Yemen, ese dolorido país sobre el borde de los mares, durante la primavera árabe, y publicada por The New York Times. El hombre estaba intoxicado por los gases de la represión. De la mujer no sabemos nada, salvo que el fotógrafo después de la toma creyó ver en ella el símbolo de las sufridas mujeres yemeníes.
La foto ganó el World Press Photo 2011, de modo que se repitió al infinito en los medios. Todos vieron en ella la viva imagen de La Pietà. Los brazos de este cristo vivo no están inertes, no hay oquedades en esta virgen yemení. Pero no importa, no reparamos en esos detalles con tal de configurar la mirada. Quién sabe si podríamos ver otra composición, tan fuerte es el ícono de La Pietà.
Pero hay otros indicios. (Continúa)

miércoles, 8 de febrero de 2012

Magdalena en el desierto

Madeleine das le désert, Eugéne Delacroix, 1845, 
Musée National Eugéne Delacroix, Paris

“He aquí la cabeza de Magdalena echada hacia atrás, la de la sonrisa bizarra y misteriosa, y tan sobrenaturalmente bella que no se sabe si está aureolada por la muerte o embellecida por los espasmos del amor divino”, dijo Baudelaire de esta imagen extraña. 
Está bien, pero ¿qué es ese fondo sombrío? El desierto, nos dice Declacroix, un desierto que no tiene el color claro del vacío sino el color de las sombras.
De modo que Magdalena en el desierto. La Magdalena pecadora de la compunción, entonces. ¿Pero es ésta una mujer compungida? ¿Es contrición esa boca blandamente misteriosa, con un no sé qué de la Gioconda? ¿Es arrepentimiento esa carne como tumefacta y a la vez luminosa?
Los monjes del siglo VIII creían que, después de la Ascensión, María de Magdala “no quiso volver a un hombre con sus ojos nunca más” y que se retiró durante treinta años al desierto. Lloraba, pero no lloraba como una penitente que expía sus pecados, que ya le habían sido perdonados. Lloraba de deseo insatisfecho.
La clave de Magdalena no son los siete demonios que salieron de ella. La clave está cifrada en tres palabras: “Jesús la miró” (Lucas, 7:48). La mirada de quien amaba. La mujer no es, diría Lacan, sino cuando es mirada por el Otro, cuando se cumple su deseo del Otro. Desde esa mirada, Magdalena es Uno con Cristo. Es el éxtasis.
Ésta es la Magdalena de Delacroix. La de los espasmos, metonimia del exceso. La del pelo desmelenado, la de la carne presentida, la del deseo vacante. 

miércoles, 1 de febrero de 2012

La Susana

Susana y el viejo, Antonio Berni, 1931,
Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires

No es hermosa en extremo ni temerosa de Dios, como la de la Biblia. No se mira abstraídamente en el espejo, como la que pinta Tintoretto. El viejo que espía no exige silencio a la hembra llevándose el índice a los labios como el que representa Gentileschi. No es tampoco la Greta Garbo lejana y mítica. Es, más bien, la Susana; la Susana un poquito prostituta, los pezones henchidos, el pubis sin vergüenzas. ¿Una prefiguración de Ramona? Quizá.
La Susana bíblica es la hija de Helcías y esposa de Joaquín, codiciada por dos viejos jueces de Babilonia (Daniel, 13). Como no les concede sus favores, la acusan falsamente de yacer con un joven en el jardín. La condenan a muerte (¿qué otra cosa por semejante falta?) pero la salva Daniel, que sabiamente los hace contradecirse indagándolos por separado.
La historia de la casta Susana fue pintada hasta el cansancio durante el Renacimiento. Era el modo en que los artistas podían mostrar un desnudo mujeril sin inquisiciones eclesiásticas. Aquí la hizo bellamente Guttero con un toque impresionista. La de él se llama Susana y los viejos, como tantos otros lienzos renacentistas.
La de Antonio Berni, no: Susana y el viejo, acaso porque hay un solo espión. Como fuere, es un cuadro de la perversión. Lo perverso es la mirada detrás de la puerta. Hay quien dice que el viejo inflamado de deseo es el general José F. Uriburu, que por entonces mandoneaba la Argentina. ¿La Susana es entonces la Argentina espiada por poderosos?