Presunto retrato de la duquesa de Villars y Gabrielle
d’Estrées en
el baño, anónimo, Escuela
de Fontainebleau, circa 1594, Louvre, París
|
Todo es artificioso, irreal. Los cuerpos blancos, redondos, son
sensuales. Pero lejanamente sensuales. Las mujeres son tan semejantes que
angustian un poco. La diferencia más perceptible es el simulacro de las
pelucas.
Pero el punctum de
esta imagen, ese algo inexpresable que captura la mirada, es ese suave pellizco
del pezón de Gabrielle d’Estrées por parte de su hermana Julienne, duquesa de
Villars. ¿Caricia? ¿O, más bien, señalamiento?
Gabrielle (1571/1599) era la maitresse-en-titre del rey de Francia Enrique IV (1553/1610). En
1594,el año del retrato, nació el hijo de ambos, César, legitimado dos años después como duque de
Vendôme. Es cuando Julienne aprieta delicadamente el pezón del que mamará el
futuro duque. De modo que el pellizco es señalamiento.
El embarazo embellece a Gabrielle, que se muestra
magníficamente desnuda sin pudor, como lo haría una diosa grecolatina. De allí
también el baño, probablemente en vino, para apaciguar la piel tirante del
vientre abultado. Hacía rato que la Iglesia desaconsejaba el pecado del baño a
sus creyentes; el agua inmunizaba menos que una saludable capa de
suciedad.
Pero hay más. Con su mano izquierda Gabrielle sostiene un anillo; diríamos que
pellizca el anillo en un pellizco paralelo al pezón pellizcado. Se nos dice que
es el anillo de la coronación en la catedral de Chartres, el anillo de las
nupcias de Enrique con el reino de Francia, que el monarca le dio secretamente
como señal de amor.
Ahora, ¿quién es esa mujer al fondo ocupada con su costura?
¿La que prepara el ajuar del niño? ¿La que cose el vestido de novia? Porque el
rey quiere desposar a su amante.
Un escándalo. El papa Clemente VII dispone que los romanos
ayunen para impetrar a Dios un milagro que desbarate semejante disparate. Los embajadores
conspiran. Los cortesanos murmuran, como siempre.
El jueves santo de 1599, Gabrielle cena en casa del banquero
Sébastien Zamet, que la halaga como una reina. Le dan un limón (o una naranja,
no sabemos bien) extrañamente agrio. El viernes santo un dolor de siete
cuchillos le desgarra el vientre. Y muere.
Tal vez aquella costurera no cosía el ajuar de un niño, ni
el vestido de novia que Gabrielle nunca usó. Quizá cosía su mortaja temprana.