miércoles, 8 de agosto de 2012

El enigma del pezón

Presunto retrato de la duquesa de Villars y Gabrielle d’Estrées en 
el baño, anónimo, Escuela de Fontainebleau, circa 1594, Louvre, París

Todo es artificioso, irreal. Los cuerpos blancos, redondos, son sensuales. Pero lejanamente sensuales. Las mujeres son tan semejantes que angustian un poco. La diferencia más perceptible es el simulacro de las pelucas.
Pero el punctum de esta imagen, ese algo inexpresable que captura la mirada, es ese suave pellizco del pezón de Gabrielle d’Estrées por parte de su hermana Julienne, duquesa de Villars. ¿Caricia? ¿O, más bien, señalamiento?
Gabrielle (1571/1599) era la maitresse-en-titre del rey de Francia Enrique IV (1553/1610). En 1594,el año del retrato, nació el hijo de ambos, César, legitimado dos años después como duque de Vendôme. Es cuando Julienne aprieta delicadamente el pezón del que mamará el futuro duque. De modo que el pellizco es señalamiento.
El embarazo embellece a Gabrielle, que se muestra magníficamente desnuda sin pudor, como lo haría una diosa grecolatina. De allí también el baño, probablemente en vino, para apaciguar la piel tirante del vientre abultado. Hacía rato que la Iglesia desaconsejaba el pecado del baño a sus creyentes; el agua inmunizaba menos que una saludable capa de suciedad.    
Pero hay más. Con su mano izquierda Gabrielle sostiene un anillo; diríamos que pellizca el anillo en un pellizco paralelo al pezón pellizcado. Se nos dice que es el anillo de la coronación en la catedral de Chartres, el anillo de las nupcias de Enrique con el reino de Francia, que el monarca le dio secretamente como señal de amor.
Ahora, ¿quién es esa mujer al fondo ocupada con su costura? ¿La que prepara el ajuar del niño? ¿La que cose el vestido de novia? Porque el rey quiere desposar a su amante.
Un escándalo. El papa Clemente VII dispone que los romanos ayunen para impetrar a Dios un milagro que desbarate semejante disparate. Los embajadores conspiran. Los cortesanos murmuran, como siempre.  
El jueves santo de 1599, Gabrielle cena en casa del banquero Sébastien Zamet, que la halaga como una reina. Le dan un limón (o una naranja, no sabemos bien) extrañamente agrio. El viernes santo un dolor de siete cuchillos le desgarra el vientre. Y muere.
Tal vez aquella costurera no cosía el ajuar de un niño, ni el vestido de novia que Gabrielle nunca usó. Quizá cosía su mortaja temprana.