miércoles, 31 de julio de 2013

El tumulto de la palabra

Le choix du silence, Leonor Fini, 1976
Lo primero que vemos es la iridiscente tela tableada. Recién cuando advertimos que en el vértice hay una cabeza rapada nos damos cuenta que la tela desplegada encubre un cuerpo, quizá acuclillado. Dos manos tapan con fuerza el rostro. Alguien se oculta allí abajo, apretadamente. 
Le choix du silence, “La elección del silencio”, es el título,. Entonces es alguien que opta por el silencio. No sólo calla. Calla también el cuerpo. 
En un momento de rara profundidad, Leonor Fini (Buenos Aires, 1907/París, 1996) quiso pintar el silencio. No sólo el silencio; la elección del silencio.
¿Es posible el silencio del cuerpo? No. En el Valle de la Luna se puede conocer el silencio absoluto. No hay nada, nada más que rocas muertas hace siglos. Pero no hay silencio. El corazón late, el vientre gorgotea, hay un murmullo del cuerpo. 
Cuando decimos silencio, en verdad decimos silencio de la palabra. No el silencio de una hoja que cae en un bosque oscuro. Sino el silencio que se rompe para que emerja la palabra decidora. La palabra sólo es palabra en el recuerdo del silencio, dice Ivonne Bordelois.
Elegir el silencio no es fácil. El único silencio que conoce la utopía posmoderna de la comunicación –afirma André Le Breton- es el de la avería, la interrupción no querida de la transmisión. La posmodernidad no nos da lugar para la palabra interior, que es la condición para la reflexión. No hay más que la palabra de los medios, que se disuelve en la sopa de su propia saturación. 
Estamos compelidos a decirlo todo, una y otra vez, repetidamente, como una ametralladora estúpida. Y no decimos nada. Elegir el silencio no es fácil porque implica alzarse contra ese orden.
Leonor Fini quiso representar la elección del silencio. Consiste, nos dice, en un repliegue del cuerpo.

Leonor fotografiada por Cartier-Bresson

miércoles, 24 de julio de 2013

La estatura del hombre

Casa Curutchet, proyecto de Charles Édouard 
Le Corbousier Jeanneret, 1955
La casa, aérea, está plantada sobre pilotes. No tiene fachada. El frente, entonces, es una retícula, como esas líneas de los instrumentos ópticos que sirven para precisar la mirada. Los huecos son ventanas corridas, ojos sin párpados por los que entra la luz prepotentemente.
Pero ¿dónde diablos está el cuerpo? En todos lados. La Casa Curutchet (Bulevar 53, N° 320, La Plata), que de ella se trata, tiene las proporciones del cuerpo humano.
Marcus Vitruvius Polión, el arquitecto de Julio César, creía que la belleza está hecha con una proporción divina, una razón (un cierto cociente entre dos números) que se repite obstinadamente en el Universo, una medida áurea: phi (φ en caracteres griegos).El cuerpo humano está hecho con esa razón áurea. No hay más que ver cómo el hombre se inscribe perfectamente en un cuadrado inserto en un círculo. Son las formas perfectas que dibujó da Vinci.
En 1854, el alemán Adolf Zeising (1810/1876) descubrió que la proporción áurea estaba en la disposición de las ramas a lo largo del tallo y en las venas de las hojas. 
Cien años más tarde, el arquitecto Charles Édouard Jeanneret, dit Le Corbousier (1887/1955), publicó Le modulor, un sistema antropométrico de medidas precisas. Las unidades se desprenden de la estatura de un hombre con la mano levantada y de su mitad, la altura del ombligo. Después no queda más que multiplicar y dividir por la razón de oro. Adiós a las pulgadas y a los centímetros.
Los planos de la Casa Curutchet fueron trazados por Le Corbousier con el Modulor. Amancio Williams, que se ocupó inicialmente de construirla, se las vio en figurillas para que le aprobaran la obra. Los funcionarios no entendían (quizá nunca entendieron) que la residencia tiene la estatura del cuerpo humano.
Vitrubio, da Vinci, Le Corbousier creían que el hombre era el centro del Universo. ¿Qué pensarían ahora, en la posmodernidad, cuando las ciudades y las torres babélicas tienen proporciones inhumanas?
Las proporciones áureas según Viitruvius y Le Corbousier

miércoles, 17 de julio de 2013

Rompecabezas para armar

Desnudo sobre un diván, Pablo Picasso, 1960.
Museo Rufino Tamayo, México
Un desnudo. Una mujer desnuda, más precisamente. Por los blancos pechos circulares. Por el tajo femenino.
Las piernas y los brazos desarticulados, rectos. Aunque la rectitud no sea propia de la desnudez, que es redonda. 
Estamos acostumbrados a los desnudos lánguidamente recostados como el de Déjeneur sur l’herbe de Manet o la Venus dormida de Velázquez. Éste no, éste es vertical. No hay aquí languidez, sino pura verticalidad. No enhiesta, sino una verticalidad de torre desbaratada. 
La desnuda mujer tampoco nos mira, impúdica como la Olympia de Manet. Se mira a sí misma lo que tiene de femenino: el vientre, los pechos, la vulva tajo. Le importa un higo seco que la miremos o no. 
Una de las acepciones de la palabra desnudo es “sin doblez”. Como si el cuerpo desnudo obrara sin artificios, sin simular. No es así, el desnudo como concepto es una construcción social que cambia con los tiempos. No es lo mismo la Venus paleolítica que la de Botticelli. En cada época hay un canon al que la representación de la mujer desnuda debe ajustarse. Este desnudo de Pablo Picasso (1881/1973) parece un rompecabezas y en efecto lo es. Rechaza la mirada oficial, por decirlo de algún modo, y nos propone reconocer en esta desnuda mujer vertical y recta otra desnudez, una desnudez para armar.

miércoles, 10 de julio de 2013

Taparrabos de témpera


Il Giudizio Universale (detalle), Michelangelo Buonarroti, 1536/1541, Capella Sistina, Vaticano
Cuerpos que resplandecen. Cuerpos que, sin embargo, temen, suplican, desesperan. Cuerpos que están hechos para otra cosa que la muerte. 
Flotan en el aire. Son ingrávidos, no están obligados a la ley de la Tierra.
He aquí la clave, la ingravidez, puesto que son los cuerpos resucitados del Juicio Final. No son cuerpos, en verdad, sino imágenes de cuerpos.
Éste es el gran desafío que encaró Michelangelo Buonarroti (1475/1564) en Il Giudizio Universale: representar las almas resucitadas que han vuelto de la muerte a sus propios cuerpos. 
Las imágenes de los cuerpos -recuerda el antropólogo Hans Belting- son irremediablemente recuerdos. ¿Cómo imaginar, entonces, los cuerpos resucitados que todavía no existen, que son cuerpos prospectivos? ¿Cómo pintar esas almas que volvieron al cuerpo? La respuesta son esas imágenes aéreas. 
Pero los contemporáneos sólo vieron cuerpos. Cuerpos de casas de baños y tabernas. El Concilio de Trento, pues, codificó el arte religioso: los ángeles con alas, los santos con aureolas, nada de traseros al aire. Era el tiempo de la inquisitorial Congregación del Santo Oficio, que llevaría a la hoguera a Giordano Bruno y a la vergüenza a Galileo.
Il Giudizio Universale (detalle). A la izquierda, copia de 
Marcello Venusti. A la derecha, 
la pintura retocada por Danielli Ricciarelli da Volterra
Los desnudos de Michelangelo eran un escándalo. Había que tapar esa obscenidad. De modo que se comisionó a Daniele Ricciarelli, detto da Volterra (1509/1506) porque allí había nacido, que les agregase braghe. Así Daniele, que no pintaba nada mal, pasó a la posteridad como il Braghetone. Un seudónimo benevolente para las barrabasadas que cometió.
El fresco original resistió en silencio bajo los taparrabos de témpera. Pero Santa Caterina d’Alessandria y San Biagio eran otro cantar. Tal como se ve en la copia que hizo Marcello Venusti (1515/1579) antes del estropicio, el santo se inclinaba desdorosamente sobre la santa que, desde luego, estaba desnuda. 
Había que intervenir a fondo. De modo que il Braghettone recompuso la equívoca escena. Desde entonces Caterina está vestida de verde (de un verde que nunca hubiera imaginado Michelangelo) y Biagio ya no la mira salazmente. 
Desestimemos la crónica necedad de la censura. Preguntémonos, en cambio, si el viejo Michelangelo resolvió el dilema. Si el alma vuelta al cuerpo es en verdad representable. O si la imagen del cuerpo a la que debió apelar evoca, inevitablemente, el cuerpo material mismo. Pareciera que para imaginar el cuerpo resucitado no hay más remedio que una imagen carente de verdad pero cargada de cuerpo.

Otros braghettoni 

miércoles, 3 de julio de 2013

Misterios posmodernos

Sus ojos no llamean. Tampoco tienen la vidriosidad de la muerte, ni la del sueño. Los labios no chorrean sangre, ni rechinan como los de una bestia. Tal vez sus colmillos estén afilados, pero no asoman por las comisuras. 
Este bello cuerpo no tiene nada que ver con Drácula. Y, sin embargo, es un vampiro. Es uno de los hermanos Salvatore (adviértanse las connotaciones románticas del apellido italiano, al menos para los multimedios estadounidenses) que juegan a los mordiscos en la serie televisiva The vampire diaries.
Ésta es la enésima versión de Drácula, una novela de Bram Stoker, que fue una válvula de escape a la represión victoriana. Hacia 1897, cuando se publicó en Londres con una modosa portada amarilla sin ilustración alguna, a la moral se la llevaba el viento de la hipocresía. 
Drácula es un ícono del erotismo. La dentellada al cuello y su remediación, la estaca fálica en el corazón. El deseo de sangre, que es insaciable, como el deseo mismo. El éxtasis, esa caída mística (así se llama la ciudad donde transcurre la serie, “Mystic Falls”), esa petite mort, esa suspensión del cuerpo que se separa por un momento del alma. ¿Es necesario decir más?
La novela cumplía una función evidente en el siglo XIX: la ficción aplazaba las interdicciones morales y abría por un instante la fiesta del cuerpo irrestricto.
¿Cuál es la función de The vampire diaries en pleno siglo XXI, cuando la sexualidad no reconoce cortapisas morales y, por ende, casi no hay transgresión posible? Tal vez sea la de inventar la ilusión de un cuerpo humano y no humano a la vez. Un cuerpo monstruoso que desafía el orden regular de la naturaleza de modo que todos los placeres sean posibles para él. 
En las catedrales góticas de la Edad Media se celebraban misterios sagrados, representaciones escénicas de arcanos religiosos. En la posmodernidad también, sólo que ante las pantallas, una vez a la semana.