Desnudo sobre un diván, Pablo Picasso, 1960. Museo Rufino Tamayo, México |
Las piernas y los brazos desarticulados, rectos. Aunque la rectitud no sea propia de la desnudez, que es redonda.
Estamos acostumbrados a los desnudos lánguidamente recostados como el de Déjeneur sur l’herbe de Manet o la Venus dormida de Velázquez. Éste no, éste es vertical. No hay aquí languidez, sino pura verticalidad. No enhiesta, sino una verticalidad de torre desbaratada.
La desnuda mujer tampoco nos mira, impúdica como la Olympia de Manet. Se mira a sí misma lo que tiene de femenino: el vientre, los pechos, la vulva tajo. Le importa un higo seco que la miremos o no.
Una de las acepciones de la palabra desnudo es “sin doblez”. Como si el cuerpo desnudo obrara sin artificios, sin simular. No es así, el desnudo como concepto es una construcción social que cambia con los tiempos. No es lo mismo la Venus paleolítica que la de Botticelli. En cada época hay un canon al que la representación de la mujer desnuda debe ajustarse. Este desnudo de Pablo Picasso (1881/1973) parece un rompecabezas y en efecto lo es. Rechaza la mirada oficial, por decirlo de algún modo, y nos propone reconocer en esta desnuda mujer vertical y recta otra desnudez, una desnudez para armar.