Este bello cuerpo no tiene nada que ver con Drácula. Y, sin embargo, es un vampiro. Es uno de los hermanos Salvatore (adviértanse las connotaciones románticas del apellido italiano, al menos para los multimedios estadounidenses) que juegan a los mordiscos en la serie televisiva The vampire diaries.
Ésta es la enésima versión de Drácula, una novela de Bram Stoker, que fue una válvula de escape a la represión victoriana. Hacia 1897, cuando se publicó en Londres con una modosa portada amarilla sin ilustración alguna, a la moral se la llevaba el viento de la hipocresía.
Drácula es un ícono del erotismo. La dentellada al cuello y su remediación, la estaca fálica en el corazón. El deseo de sangre, que es insaciable, como el deseo mismo. El éxtasis, esa caída mística (así se llama la ciudad donde transcurre la serie, “Mystic Falls”), esa petite mort, esa suspensión del cuerpo que se separa por un momento del alma. ¿Es necesario decir más?
La novela cumplía una función evidente en el siglo XIX: la ficción aplazaba las interdicciones morales y abría por un instante la fiesta del cuerpo irrestricto.
¿Cuál es la función de The vampire diaries en pleno siglo XXI, cuando la sexualidad no reconoce cortapisas morales y, por ende, casi no hay transgresión posible? Tal vez sea la de inventar la ilusión de un cuerpo humano y no humano a la vez. Un cuerpo monstruoso que desafía el orden regular de la naturaleza de modo que todos los placeres sean posibles para él.
En las catedrales góticas de la Edad Media se celebraban misterios sagrados, representaciones escénicas de arcanos religiosos. En la posmodernidad también, sólo que ante las pantallas, una vez a la semana.