miércoles, 2 de enero de 2013

Una cartografía del horror

Imagen de la performance Mientras dormíamos.
El caso Juárez 2002/2005
, Lorena Wolffer

Averiguación previa número 1780/93-05, de fecha 25 de enero de 1993. Se localizó en la colonia Alta Vista el cadáver de una persona de sexo femenino de aproximadamente 16 años de edad…
Con un rotulador de cirujano, Lorena dibuja una cuchillada sobre su cuerpo.

Averiguación previa número 08520/94-503, de fecha 8 de mayo de 1994. A trescientos metros de la autopista Juárez Porvenir, se localizó el cadáver de una persona del sexo femenino en una posición decúbito ventral, con los brazos extendidos en forma de cruz y las extremidades inferiores separadas en forma de "V", de una edad aproximada de 10 años…
Lorena traza una herida sobre la piel que quiere ser niña.

Averiguación previa número 05396/96-1102, de fecha 7 de abril de 1996. Víctimas: Rosario García Leal, Guadalupe Verónica Castro Pando, Olga Alicia Carrillo Pérez.
Lorena marca tres hondas penas en el vientre.

La voz metálica de un altoparlante lee, uno a uno, informes policiales sobre cientos de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, México. Y Lorena Wolffer los documenta, uno a uno, sobre su piel desnuda. Hasta que no queda espacio.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

La Magdalena del cilicio

Maddalena svenuta, Artemisia Gentileschi, s. XVII

La garganta es una infinidad de pequeñísimos ríos azules. La garganta se ahoga. Y, sin embargo, se ofrece, se place de sí misma.
A los pechos transparentes no les importa que los ojos cuencos de la calavera los miren.
El cuerpo extático es eso, un cuerpo fuera porque la pasión le ha dado ese premio no siempre alcanzado, el éxtasis, que está en la piel sensible y no está; está precisamente más allá y más acá.
Ésta es la Magdalena desvanecida que vimos en “Caravaggio y sus seguidores”, en el Bellas Artes. La atribuyen a Artemisia Gentileschi (1593/1654). Es posible. Aunque estemos acostumbrados a esas mujeres furiosas, como la Judith que degüella, impasible, a Holofernes pintado a imagen y semejanza del maestro que la había violado entre atriles silenciosos. Desde aquella violación, siempre hubo mujeres furiosas que se parecían a Artemisia.  
Esta santa impúdica (¿ acaso el éxtasis es impúdico?) no es eso. Es un cuerpo desatado. Des-atadura concedida, curiosamente, por la atadura áspera del cilicio.   

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El collar de perlas

Sylvia Kristel (1952/2012) en Emmanuelle

Una mujer desnuda. ¿Eso es todo? No, una muy bella mujer desnuda. ¿Es eso todo? No, la mujer lleva un largo collar de perlas que da dos vuelta el cuello, cae lánguidamente entre los pechos. Las perlas, claro está, son falsas. Hay aquí algo bizarro, un entrechocar de desnudez e inautenticidad.
Lo mismo sucede con esta película. Emmanuelle, que de ella se trata. Son imágenes de cuerpos reales, que tienen sexo real. Pero producidas de modo en algún sentido falso, puesto que, como es lógico, no se ve lo que no se debe ver: los genitales pletóricos. Artísticamente, nadie muestra a Romeo haciéndole el amor a Julieta. Se verían sólo cuerpos animales, no subjetividades, no Romeo y Julieta.
Por algo Emmanuelle es una película emblemática del soft-porn. En los setentas, que eran más pacatos de lo que se dice, abrió el misterio del sexo. La escena de masturbación de la protagonista es la exploración del goce femenino legitimado por su misma mostración. Nada igual se había visto hasta entonces.
Pero no son únicamente sus ambigüedades las que explican la fenomenal victoria de Emmanuelle sobre la moral burguesa setentista. Hay un factor decisivo: la belleza de su protagonista. La belleza, dijo alguien, es una categoría operacional del deseo. Inaugura el erotismo. Disipa la pura animalidad. Aunque el collar de perlas sea falso. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

La visibilidad de la muerte

Primera plana de New York Post, diciembre 5, 2012

En el Buenos Aires antiguo, cuando alguien moría o estaba próximo a la muerte, se tapaban los espejos con paños negros. Se temía que el alma se mirara en ellos y prefiriera pasear su pena por el acá y no por el más allá.
En el siglo XIX se fotografiaban los muertos. No en su desmayado lecho final, sino en ciertas poses sostenidas con alambre, como si estuvieran vivos. El daguerrotipo de Sarmiento ya fallecido, sin ir más lejos.
Los familiares querían una imagen última del difunto. Entonces forzaban el cuerpo. A veces, les abrían los ojos con una cucharita de plata y los resituaban correctamente en la cuenca. Era un modo de trucar la imagen o, más bien, trucar la muerte. Pero la muerte se imponía, rara vez la foto engañaba a los deudos que buscaban en ella una realidad que no era.
Aquella práctica macabra pasó. Con el tiempo, cualquiera pudo disponer de una cámara de bolsillo y labrar la memoria de los vivos mientras viven. 
En el siglo XX, la imagen asesinó la realidad. Al principio, la representó. Después se separó y quedó como la realidad misma, un simulacro.
Ahora, siniestramente, la fotografía ya no es una memoria de la muerte, sino la memoria de su anticipación. Lo hace el New York Post en su primera plana. Un hombre trata desesperadamente de subir al andén para escapar de la muerte, que tiene forma de tren subterráneo. El conductor, que se ve perfectamente en su cabina, nada puede hacer. El hombre está condenado. La imagen es terrible.
Habría que taparla con un paño negro.  

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Simulación

“Manón, Invertido sexual 
congénito en toilette de baile”, 
según el higienista Francisco de Veyga. 
Archivos de Psiquiatría y Criminología, 1902

La imagen no es clara; tampoco quién representa. Si fuera más nítida (la imagen) veríamos un exceso: la peluca falaz, el colorete en las mejillas, el rímel espeso en las pestañas. Y las flores simuladas de tela. Puro artificio.
Todo es simulacro en esta Manón de las orillas. Manón es una (dudo en el uso de este artículo) travesti en la vida cotidiana.
En ella hay una sobresignificación de los signos femeninos: el falso pecho generoso, la voz adelgazada que se finge mujer, la pose que repite estereotipos femeninos.
En esa parodia del sexo está la seducción de la travesti. Pero esta parodia no es tan feroz como parece, dice Jean Baudrillard. Porque es la parodia de la femineidad tal como los hombres la imaginan y la representan, también en sus fantasmas.
Claro que esta femineidad paródica proclama que la femineidad no es más que los signos que los hombres le atribuyen. “Sobresimular la femineidad –declara Baudrillard- es decir que la mujer sólo es un modelo de simulación masculino”.
Más allá de esa enunciación, hay una pregunta que interesa a nuestra historia imaginada del cuerpo donde tan entreverados aparecen lo simbólico y lo real. ¿Lo falso de lo falso, esta simulación, es capaz de afectar el cuerpo? Y, en ese caso, ¿hasta dónde? 

miércoles, 28 de noviembre de 2012

El paraíso

Fatata Te Miti (Près de la mer) Paul Gauguin, 1892
National Gallery of Art, Washington
La arena es intensamente rosada. Se cree mar con ese movimiento como de ola. Los cuerpos son dorados. Una de las mujeres está zambulléndose en el mar azul caliente. La otra se quita el pareo.
Hay aquí algo de preternatural, algo que excede lo natural. Es lógico, se trata del paraíso, un paraíso inexistente.
En realidad, los cuerpos que pinta Eugène Henri Paul Gauguin (1848/1903) son los cuerpos de la utopía. Una utopía de cuerpos bellísimos, límpidos, luminosos. Una utopía de cuerpos incorpóreos, diría Foucault.
Cuando Gauguin llegó a Tahití, hacía rato que los misioneros habían corrompido de cristianismo a la cultura polinesia. Quedaba muy poco del primitivismo que había ido a buscar aquel parisino harto de París. Los pintores académicos como Bouguereau habían matado la creatividad y hasta el impresionismo le quedaba chico a este precursor del arte abstracto. No le quedó más remedio que inventar un paraíso.
Pero aun el Edén tiene frutos amargos. Volvamos al cuadro; un árbol lo cruza, agorero. En las ramas, flores blancas de largos filamentos. Los tahitianos muelen las raíces del árbol y, en bajamar, las dispersan entre las rocas mojadas. Los peces quedan atontados, fácil presa de hombres con módicas lanzas, como el que se ve al fondo.
Las flores blancas son la muerte. La muerte que termina con los cuerpos utópicos.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Memorias de una joven formal

Simone de Beauvoir según 
Art Shay, 1950

Es la intimidad misma. Se recoge el pelo ante el espejo mínimo, tacaño. Está por salir, de otro modo no tendría los zapatos de taco alto. Las pecas, la piel de naranja de las nalgas son los de una mujer que ha pasado los cuarenta.
La fotografía, evidentemente, está tomada desde el dormitorio a través de la puerta del baño, como si alguien espiara. Pero ella debe haber oído el clic de la cámara. ¿Sabe que alguien está escudriñando? ¿Y, si no lo sabe, cómo entró el intruso?
La imagen es inquietante en sí misma. Mucho más si se sabe que esa mujer desnuda es Simone de Beauvoir (1908/1986). La que, un años antes de esta fotografía, había publicado El segundo sexo.
En 1950, Simone de Beauvoir y el escritor Nelson Algren, su amante, habían alquilado una casa en Idaho, a orillas de un lago. Los acompañaba Art Shay, un fotógrafo de Life Magazine que siempre andaba con su Leica a mano.
Un día cualquiera “vi a Beauvoir salir del baño y peinarse frente al espejo –relata Shay, ¿el intruso?-. Le tomé rápidamente dos o tres tomas y ella oyó el clic. Naugthy man [Hombre travieso], me dijo, sin no obstante cerrar la puerta ni pedirme que dejara de tomar fotos”.
Simone de Beauvoir según Le Nouvel Observateur, 2008


Muchos años después, en el verano boreal del 2008, Le Nouvel Observateur publicó en tapa la foto de Simone desnuda. Lo más curioso es que la retocó. Le quitó las pecas, alisó la celulitis, adelgazó los muslos. Tan luego a ella, a la que no parecía inhibirle su desnudez.