miércoles, 16 de enero de 2013

La orina y la mirada

Mujer orinando, Rembrandt Harmenz van Rijn, 1631

Aquí hay una contradicción. El chorro amarillo fluye fuerte, libremente. Los pechos se escapan del corpiño como pájaros alborotados. Pero la campesina está incómoda. Mira sobre el hombro como si temiera que alguien la mire. De modo que lo natural de la orina y lo cultural de la mirada. Esta estampa del cuerpo es magnífica precisamente por esa oposición de la orina honesta y vergonzosa a la vez.
“Una aberración artística”. “Una bella imagen abyecta, pero ¿no lo son las crucifixiones?” “Una obscenidad y carnalidad salvajes”. Estas opiniones de los críticos son de ahora nomás. Como si todavía tuviéramos miedo de recaer en la animalidad.
La civilización se ha hecho conteniendo el animal que somos. Durante siglos la cortesía, aparentemente tan refinada, ha ido reprimiendo las pulsiones naturales. Hemos aprendido a comportarnos en la mesa, en la cama, en los salones. Es decir, hemos aprendido a refrenar las emociones y los gestos de nuestro cuerpo.
Una de las coacciones de la civilización sobre el cuerpo es, justamente, la actitud frente a las necesidades naturales. Un antiquísimo manual de urbanidad prescribía: “No permitas que tus partes íntimas / queden al descubierto, / pues es costumbre muy vergonzosa y aborrecible / detestable y ruda” (Comportamientos permitidos y no permitidos en público, Richard Weste, circa 1619).
Doce años después, apenas doce años después, Rembrandt viola esta norma de cortesía mostrando lo que no debe mostrarse.
     


Picasso replicó la estampa de Rembrandt retratando a su segunda esposa, Jacqueline Roque, mientras orinaba. No hay vergüenza en ella.






La pisseuse, Pablo Picasso, 1965. Musée National d'Art Moderne, Centre Pompidou, Paris



miércoles, 9 de enero de 2013

La oscuridad del espejo

Narciso, Caravaggio, 1598/99, 
Galleria Nazionale d'Arte Antica, Roma

El lago es un espejo oscuro. La oscuridad del agua: he aquí la clave. La oscuridad habitualmente dificulta la mirada. Pero aquí la hace posible.
Narciso mira una imagen espejada por el lago oscuro. Narciso es mirado por ese espejo trémulo.
Alarga el brazo y el espejo alarga el brazo. Ríe y ríe a su vez. Llora y el espejo del agua llora lágrimas redundantes.
Le bastaría una pedrada al espejo-lago para desvanecer la ilusión. Entonces podría mirar el reflejo de sí mismo como una imagen y reconocerse en ese artificio. Pero no, está ad-mirado por ese espejo de luna y noche.
Inesperadamente, en las Metamorfosis de Ovidio, Narciso dice: “Lo que deseo está conmigo: mi riqueza me ha hecho pobre”. Pareciera que sabe que el espejo es apenas un reflejo, una copia de sí mismo, un simulacro. ¿Por qué entonces los dioses lo condenan a transformarse en una flor cruel?
Tal vez la condena no esté en los dioses, sino en esa falsa, la imagen.  
El espejo hace del cuerpo un simulacro de reflejos, dice Octavio Paz. En el espejo el cuerpo se mira, pero no puede tocarse en el espejo, que por algo es frío. El cuerpo se hace visible pero también intocable. Es la tragedia de Narciso. “Lo que deseo está conmigo”.
Es también la tragedia del conocimiento. Conocemos nuestro cuerpo real por el espejo, que es una imagen irreal, en todo caso virtual. De esa materia estamos hechos. 

miércoles, 2 de enero de 2013

Una cartografía del horror

Imagen de la performance Mientras dormíamos.
El caso Juárez 2002/2005
, Lorena Wolffer

Averiguación previa número 1780/93-05, de fecha 25 de enero de 1993. Se localizó en la colonia Alta Vista el cadáver de una persona de sexo femenino de aproximadamente 16 años de edad…
Con un rotulador de cirujano, Lorena dibuja una cuchillada sobre su cuerpo.

Averiguación previa número 08520/94-503, de fecha 8 de mayo de 1994. A trescientos metros de la autopista Juárez Porvenir, se localizó el cadáver de una persona del sexo femenino en una posición decúbito ventral, con los brazos extendidos en forma de cruz y las extremidades inferiores separadas en forma de "V", de una edad aproximada de 10 años…
Lorena traza una herida sobre la piel que quiere ser niña.

Averiguación previa número 05396/96-1102, de fecha 7 de abril de 1996. Víctimas: Rosario García Leal, Guadalupe Verónica Castro Pando, Olga Alicia Carrillo Pérez.
Lorena marca tres hondas penas en el vientre.

La voz metálica de un altoparlante lee, uno a uno, informes policiales sobre cientos de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, México. Y Lorena Wolffer los documenta, uno a uno, sobre su piel desnuda. Hasta que no queda espacio.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

La Magdalena del cilicio

Maddalena svenuta, Artemisia Gentileschi, s. XVII

La garganta es una infinidad de pequeñísimos ríos azules. La garganta se ahoga. Y, sin embargo, se ofrece, se place de sí misma.
A los pechos transparentes no les importa que los ojos cuencos de la calavera los miren.
El cuerpo extático es eso, un cuerpo fuera porque la pasión le ha dado ese premio no siempre alcanzado, el éxtasis, que está en la piel sensible y no está; está precisamente más allá y más acá.
Ésta es la Magdalena desvanecida que vimos en “Caravaggio y sus seguidores”, en el Bellas Artes. La atribuyen a Artemisia Gentileschi (1593/1654). Es posible. Aunque estemos acostumbrados a esas mujeres furiosas, como la Judith que degüella, impasible, a Holofernes pintado a imagen y semejanza del maestro que la había violado entre atriles silenciosos. Desde aquella violación, siempre hubo mujeres furiosas que se parecían a Artemisia.  
Esta santa impúdica (¿ acaso el éxtasis es impúdico?) no es eso. Es un cuerpo desatado. Des-atadura concedida, curiosamente, por la atadura áspera del cilicio.   

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El collar de perlas

Sylvia Kristel (1952/2012) en Emmanuelle

Una mujer desnuda. ¿Eso es todo? No, una muy bella mujer desnuda. ¿Es eso todo? No, la mujer lleva un largo collar de perlas que da dos vuelta el cuello, cae lánguidamente entre los pechos. Las perlas, claro está, son falsas. Hay aquí algo bizarro, un entrechocar de desnudez e inautenticidad.
Lo mismo sucede con esta película. Emmanuelle, que de ella se trata. Son imágenes de cuerpos reales, que tienen sexo real. Pero producidas de modo en algún sentido falso, puesto que, como es lógico, no se ve lo que no se debe ver: los genitales pletóricos. Artísticamente, nadie muestra a Romeo haciéndole el amor a Julieta. Se verían sólo cuerpos animales, no subjetividades, no Romeo y Julieta.
Por algo Emmanuelle es una película emblemática del soft-porn. En los setentas, que eran más pacatos de lo que se dice, abrió el misterio del sexo. La escena de masturbación de la protagonista es la exploración del goce femenino legitimado por su misma mostración. Nada igual se había visto hasta entonces.
Pero no son únicamente sus ambigüedades las que explican la fenomenal victoria de Emmanuelle sobre la moral burguesa setentista. Hay un factor decisivo: la belleza de su protagonista. La belleza, dijo alguien, es una categoría operacional del deseo. Inaugura el erotismo. Disipa la pura animalidad. Aunque el collar de perlas sea falso. 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

La visibilidad de la muerte

Primera plana de New York Post, diciembre 5, 2012

En el Buenos Aires antiguo, cuando alguien moría o estaba próximo a la muerte, se tapaban los espejos con paños negros. Se temía que el alma se mirara en ellos y prefiriera pasear su pena por el acá y no por el más allá.
En el siglo XIX se fotografiaban los muertos. No en su desmayado lecho final, sino en ciertas poses sostenidas con alambre, como si estuvieran vivos. El daguerrotipo de Sarmiento ya fallecido, sin ir más lejos.
Los familiares querían una imagen última del difunto. Entonces forzaban el cuerpo. A veces, les abrían los ojos con una cucharita de plata y los resituaban correctamente en la cuenca. Era un modo de trucar la imagen o, más bien, trucar la muerte. Pero la muerte se imponía, rara vez la foto engañaba a los deudos que buscaban en ella una realidad que no era.
Aquella práctica macabra pasó. Con el tiempo, cualquiera pudo disponer de una cámara de bolsillo y labrar la memoria de los vivos mientras viven. 
En el siglo XX, la imagen asesinó la realidad. Al principio, la representó. Después se separó y quedó como la realidad misma, un simulacro.
Ahora, siniestramente, la fotografía ya no es una memoria de la muerte, sino la memoria de su anticipación. Lo hace el New York Post en su primera plana. Un hombre trata desesperadamente de subir al andén para escapar de la muerte, que tiene forma de tren subterráneo. El conductor, que se ve perfectamente en su cabina, nada puede hacer. El hombre está condenado. La imagen es terrible.
Habría que taparla con un paño negro.  

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Simulación

“Manón, Invertido sexual 
congénito en toilette de baile”, 
según el higienista Francisco de Veyga. 
Archivos de Psiquiatría y Criminología, 1902

La imagen no es clara; tampoco quién representa. Si fuera más nítida (la imagen) veríamos un exceso: la peluca falaz, el colorete en las mejillas, el rímel espeso en las pestañas. Y las flores simuladas de tela. Puro artificio.
Todo es simulacro en esta Manón de las orillas. Manón es una (dudo en el uso de este artículo) travesti en la vida cotidiana.
En ella hay una sobresignificación de los signos femeninos: el falso pecho generoso, la voz adelgazada que se finge mujer, la pose que repite estereotipos femeninos.
En esa parodia del sexo está la seducción de la travesti. Pero esta parodia no es tan feroz como parece, dice Jean Baudrillard. Porque es la parodia de la femineidad tal como los hombres la imaginan y la representan, también en sus fantasmas.
Claro que esta femineidad paródica proclama que la femineidad no es más que los signos que los hombres le atribuyen. “Sobresimular la femineidad –declara Baudrillard- es decir que la mujer sólo es un modelo de simulación masculino”.
Más allá de esa enunciación, hay una pregunta que interesa a nuestra historia imaginada del cuerpo donde tan entreverados aparecen lo simbólico y lo real. ¿Lo falso de lo falso, esta simulación, es capaz de afectar el cuerpo? Y, en ese caso, ¿hasta dónde?