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El origen del mundo, Gustave Courbet,
1866, Musée d’Orsay, París
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La imagen es suficientemente explícita. No hay nada que
decir. No hay palabras que la conviertan, como a todas las imágenes, en un
relato. Pero este pequeño cuadro (55x66 centímetros), colgado en una pared
lateral del Orsay, inquieta.
No es el realismo, esa obsesión por los detalles, aun los
triviales, que destruye la ilusión. Es el encuadre.
Gustave Courbet (1819/1877) descuartiza el cuerpo. Le
arranca los brazos, las piernas, la cara que haría de esta mujer una mujer. Sólo
se queda con la vulva y el pubis en un primerísimo primer plano. Fuerza hasta
la miopía la mirada del que mira.
Es eso: una mirada cerquísima. Tanto, que mata el erotismo. Es
una metonimia, toma una parte por el todo. Entonces el cuerpo, el erotismo del
cuerpo, desaparece.
Y, sin embargo, esta imagen miope fue celosamente ocultada
durante más de ochenta años.
Al principio no tuvo nombre, tampoco firma. Ni siquiera
precio. Courbet se lo regaló a un diplomático turco que había ido por el ya
vendido Venus et Psyché y que se fue
con el lésbico Les dormueses. L’origine du monde era la yapa.
En 1899, Edmond Goncourt lo encontró en un negocio de
antigüedades, escondido detrás de un paisaje del propio Courbet en los tiempos
en que pintaba con alguna decencia. En 1913, se fue a Budapest en los baúles de
un barón húngaro. La Wehrmacht lo secuestró como prueba del arte decadente de
las democracias occidentales y el Ejército Rojo bolchevique, extrañamente, lo
devolvió. En 1955, finalmente, lo compró Jacques Lacan.
El origen del mundo se
encontraba en buenas manos. Lacan teoriza como nadie sobre la mirada, el deseo
de mirar, la mancha. Pero él también lo escondió.
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André Masson sobre El origen del mundo, 1955
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El psicoanalista lo llevó a su casa de campo. Y lo tapió. Le
pidió a André Masson que dibujara un paisaje reproduciendo cuidadosamente las
líneas del cuerpo. Allá donde había vello, se superpuso un bosque (¡vaya
originalidad!). Un dispositivo de marco con doble fondo ocultaba la imagen
original. Una corredera permitía desplazar la tapadera dibujada. (Lo cual no
deja de ser un tanto perverso).
Lacan quería esconder esa hendidura escandalosa. Para él, éste era el lugar del horror, un agujero totalmente abierto, una cosa de una oralidad extrema, con una esencia
incognoscible; un real. Un vacío, un exceso, algo que no tiene palabras.
Años, después la feminista Luce Irigaray embiste contra
Lacan. La vagina no es un vacío, dice, sino el océano de una sexualidad compleja,
sin límites. No hay por qué asustarse de El
origen del mundo.