Es un remolino atolondrado de
líneas. Giran, las líneas. Se intersectan como llevándose por delante unas a
otras. Giran y giran inútilmente, las líneas.
Pero no. No son líneas, son
montañas; montañas microscópicas con sus cumbres y sus valles diminutos. Son
los altorrelieves de la piel, les dicen crestas papilares y están horadadas por
una multitud de poros que sudan.
El sudor de la piel se escurre
siguiendo obedientemente las crestas atolondradas, se detiene en los valles
donde se mezcla con la grasa. La grasa y el agua, que vienen de las intimidades
del cuerpo, dejan su huella. No importa que sea sobre un metal bruñido, un pan
recién horneado u otra piel. Allí estarán nuestras huellas húmedas y efímeras;
huellas sin memoria. Dejamos nuestra cartografía en
todo lo que tocamos.
No importa que la piel se despiele
(cada día soltamos 500 millones de células muertas), las crestas y los surcos
siempre están ahí, formando esos remolinos siempre iguales.
Esa persistencia nos delata a
quienes nos controlan. La dactiloscopia tiene más de cien años. La detección
del ADN es más reciente, pero todavía es demasiado cara, ya vendrá.
Desde hace algún tiempo, las
máquinas nos reclaman una libra de carne. Están tratando de transformar
lo real en los números dígitos que nosotros creamos contándonos los dedos: uno
cero cero uno... Nosotros consentimos. Cada vez más, como dice Baudrillard, no
nos podemos producir como espejos sino como pantallas, las decenas de pantallas
que devoran nuestra imagen cotidianamente.
Las máquinas digitales quieren
digitalizar el cuerpo, fragmentarlo en dígitos. Lo hacen prometiéndonos el
acceso a un paraíso electrónico cuya puerta, sin embargo, se aleja continuamente.
Ahora nos enteramos que hay un
teléfono inteligente (sic) al que
sólo se accederá con la huella dactilar de su usuario. Touch ID, le llaman. Algo así como identidad táctil.
Las crestas y los surcos
papilares, entonces, serán uno cero cero uno... Y, más adelante, un código de
barras; rectas, algunas más gruesas que otras, odiosamente paralelas.
Eso sí, las huellas biométricas
(como la forma del iris, los latidos personalísimos del corazón), no se pueden
borrar. Muerto ya el cuerpo, quizá subsistan para siempre en la memoria
infinita del corazón de las tinieblas.